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Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

La mirada como delito

Hay asuntos que no se pueden medir y, por tanto, no se pueden regular por ley

En los primeros años 90, fui testigo de un caso de violencia sexual. No presencié el acto en sí, pero acompañé a la agredida en todo el proceso posterior. La mujer había sido sorprendida en un portal del barrio de Retiro en Madrid por un desconocido. La amenazó con un cuchillo en el cuello y la obligó a no resistirse a reiterados tocamientos e incluso la penetró con los dedos.

La mujer pasó la noche en vela entre lágrimas, presa de un pánico atroz, abrazada a un cuchillo de considerables dimensiones, el más grande que había en casa. A la mañana siguiente, consiguió reunir fuerzas y llamó a la policía. Le recomendaron un examen médico minucioso, que realizó de inmediato. Con el parte de la clínica, acudió a comisaría, donde fue atendida por una agente que rebosaba empatía y amabilidad. Prestó declaración detallada, vio cientos de fotos de posibles sospechosos. No reconoció a nadie.

Cuando la policía le resumió el estado de las pesquisas y le aseguró que seguirían investigando, se produjo una gran decepción. Lo suyo, según la ley, no se podía considerar violación, porque la penetración había sido realizada con los dedos y no con el pene. Fue lo que más la indignó en todo el proceso, porque ella se sentía violada. Quienes habían hecho las leyes no sentían lo mismo que siente una mujer.

Meses después de aquellos hechos, volví a ser testigo de otra agresión. Paseaba con uno de mis primos policías por el barrio de Salamanca. Unos gritos, mezcla de dolor y desesperación atrajeron nuestra atención hacia un portal. Mi primo intentó convencer al hombre de que abriera la puerta. Y este respondió con insultos y amenazas. Aquello no era asunto nuestro, nos espetó desafiante. Fueron necesarias la placa y la pistola para que franqueara la puerta. Mi primo interrogó a ambos sobre lo ocurrido. Él se escudó en que eran cosas de pareja. Ella, pese a su rostro descompuesto, insistió en que no pasaba nada, que aquel hombre era su novio y que les dejáramos en paz. Nos tuvimos que ir, aun sabiendo que la paliza se reanudaría, lamentándonos de que no se podía hacer nada si ella no denunciaba.

Afortunadamente, hoy las cosas han cambiado. El artículo 178 del Código Penal contempla la agresión sexual con penetración o «acceso carnal por vía vaginal, anal o bucal, o introducción de miembros corporales u objetos por alguna de las dos primeras vías». Y añade que «el responsable será castigado como reo de violación con la pena de prisión de seis a doce años». Incluso la mujer agredida por su novio hubiera tenido menos problemas para denunciarlo. Las mujeres de las dos historias habrían tenido mayor protección.

Hoy, treinta años después, desde el Ministerio de Igualdad, se pretende penalizar lo que denomina «violencias simbólicas». Entre ellas, «las miradas insistentes o lascivas», la «proximidad innecesariamente cercana», o los «tocamientos de partes de su cuerpo o besos». Es tan impreciso que ningún juez tendrá elementos de juicio para fallar.

Vivimos un tiempo en que el afán por regular todo acaba por desbaratar una buena intención. ¿Cómo se mide una mirada? Hay comportamientos que no son cuantificables, que ni siquiera son aprehensibles. ¿Cómo constituimos una mirada en prueba? ¿Fotografiamos al tipo que mira? Con ese criterio, tendríamos que incluir el recurrente «me miró mal» como atenuante de una agresión física o incluso un asesinato.

La justicia necesita hechos constatables, pruebas fehacientes, para poder juzgar. Es comprensible que queramos hacer un mundo mejor, sin lascivos, sin miradas torcidas. Pero se recurre a conceptos vagos que no son objetivables y, por tanto, no tienen posibilidad de regulación. También es aplicable a cuestiones peliagudas, inaprensibles, como la memoria, ya sea histórica o democrática, el dolor de «una regla difícil» o lo que ahora se llama violencia obstétrica.

En los últimos años, se ha avanzado mucho en la regulación de los actos que representan violencia contra la mujer. Y se debe seguir avanzando. Pero regular las miradas o los besos solo distrae de problemas esenciales: discriminación laboral, ayudas a la maternidad o la cosificación sexual. Eso sí, hay que tener en cuenta que esta es sólo es la opinión de un hombre hablando de mujeres.

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