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Anxel Vence

Con (y contra) Franco éramos más jóvenes

El frente de la España despoblada

Allá por 1975, cuando Franco tuvo la bondad de dejarnos solos, la edad media de la población se cifraba en unos tiernos treinta años por habitante. Medio siglo después, o por ahí, el vecindario de España ha envejecido hasta alcanzar un promedio de 44 años, seguramente a causa de la transición a la democracia liberal y judeo-masónica contra la que tanto nos previno el Caudillo.

Los devotos del franquismo, que últimamente no paran de salir del armario, suelen ensalzar lo bien que se vivía en aquella época. La gente compraba un piso en menos tiempo del que cuesta adquirirlo ahora; el país estaba lleno de embalses con su energía renovable, no se pagaban impuestos y por supuesto no había paro. Los parados se los exportábamos por millones a Alemania, Suiza y otros países que al parecer apreciaban la mano de obra barata mucho más que los propios empresarios españoles. Todas las comparaciones son odiosas, pero esta, además, es absurda. Creer que la España del Seat 600 era más próspera que la actual resulta un imposible ejercicio de nostalgia, fácil de desmentir con los datos de renta per cápita de entonces y los de ahora. De las libertades y esas tonterías de progres ya ni hablamos, claro está. Extraña que los afectados por la melancolía del franquismo no hayan recurrido, en cambio, a la cuestión de la edad para afianzar sus argumentos.

La estadística declara que en España no se vivía mejor que hoy en tiempos de la dictadura, pero los números certifican que con Franco éramos más jóvenes. El autoproclamado Centinela de Occidente nos dejó a su muerte un país treintañero que ahora es más que cuarentón. Hay que admitir que la democracia nos ha envejecido.

Esta constatación, irrefutable, vale igualmente para los rojos que recuerdan con saudade sus tiempos de lucha antifranquista. No es que echen de menos aquella época, claro está; pero algo de añoranza queda siempre al evocarla. Probablemente suceda, sin más, que también contra Franco éramos más jóvenes. Sobra decir que ahora somos más viejos –en promedio y en general– gracias a la mejora de las condiciones de vida. A la muerte del dictador, la esperanza de vida en España era de 73 años, que hoy han pasado a ser 83 (uno menos, si contamos el letal efecto de la pandemia en 2020).

Mejor sanidad, más medios, más cultura e información y más dinero disponible explican ese salto que, por cierto, convierte a este país en uno de los más longevos del mundo. La contrapartida, obviamente, es un envejecimiento de la población que, de puro añosa, pone en dificultades el sostenimiento de las pensiones y acaso plantee problemas de insuficiencia de trabajadores en el futuro.

A esa crisis demográfica, tan actual y diferente a las batallitas del abuelo, han tratado de buscarle remedio los ocho presidentes de reinos autónomos que hace poco se reunieron en Santiago. Representaban al 62 por ciento del territorio del país, pero solo al 24 por ciento de su población, lo que tal vez dé idea de los desequilibrios entre la España urbana –por así decirlo– y la que no para de vaciarse.

Diferencias aparte, lo cierto es que todo el vecindario español –salvo las excepciones anecdóticas de Ceuta y Melilla– sobrepasa los 40 años de media, para bien y para mal. Con Franco no pasaban estas cosas, hombre.

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