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Crítica / Música

Calidez musical

Los buenos resultados artísticos cosechados por la OSPA en el fin de la temporada “Seronda”

Cuando Almudena Grandes publicó Malena es un nombre de tango, yo apenas llevaba un año en Tusquets Editores. Nada me había preparado para lo que aquello significó. Más allá de cualquier cosa relacionada con mi trabajo de prensa entonces, como la gira, las reseñas, los bolos…nada me había preparado para aquella novela ni para su autora. La novela me agarró muy fuerte a la altura del estómago y me arrastró sin clemencia durante 560 páginas de las que no salí indemne. Tengo serias dudas de que algún lector salga indemne de la lectura en general, y de la lectura de los libros de Almudena en particular. Ahí iniciamos Almudena y yo el chiste privado de que “le quedaban al menos tres libros para calzar un piano”, y que con Malena ya teníamos para una de las patas. Y fue verdad que aquella resultó ser su medida, que era una escritora de largo aliento. Porque escribía libros que se convertían en tu familia, tu amante, tu pareja de baile durante mucho tiempo, y que te dejaban vacía y exhausta cuando los terminabas, porque te habían arañado un poco el alma y tardabas en recuperar el sentido del presente, tardabas en salir del aturdimiento sordo de tener que abandonar aquella historia, y aún más en entender qué estaba haciendo el resto de gente en el mundo, que no estaban todos leyendo ese mismo libro en ese mismo instante.

Ni con uno solo de sus libros ha dejado de ocurrirme lo que me ocurrió con Malena: siempre, de entre sus páginas, surge al menos un personaje dispuesto a pasarme el brazo por la espalda, a darme la mano y a llevarme como quien guía, hacia el nudo de la novela, para luego dejarme salir, hacia el final, hacia la luz, hacia la despedida. Si me preguntan a mí cuál es la magia de las novelas de Almudena, diría que es ésa: la de esos personajes esculpidos en piedra pero hechos de carne blanda en la que dejan huella los moratones que la historia – a veces la Historia- les produce. Esos diálogos que los retratan despiadadamente, que los dejan al descubierto en el centro de una plaza soleada, sin una sombra, sin un lugar en el que cobijarse, para que el lector los reconozca en sus miserias y en sus grandezas.

Con su autora ocurrió algo parecido. Almudena me pareció una fuerza de la naturaleza. Era una presencia que lo invadía todo: la voz ronca, la melena negra, las manos de dedos largos, atrapando un ducados oscilante, de vida breve. Almudena fue aquella autora que se reía de mí cuando era yo quien se enfadaba si alguna reseña de sus novelas me parecía tibia, “pero mira que eres vehemente”, me regañaba con sorna. Ella escribía para todo y para todos, y lo hizo con una determinación rayana en la clarividencia. La capilaridad desbordada que ha generado la noticia de su muerte, reflejada en las infinitas muestras de cariño, tiene mucho que ver con haber estado siempre en el lado correcto de la Historia. Almudena escribía. Y los demás bebíamos de sus palabras como si en ello nos fuera la vida. Prematura, inesperada e injustamente, Almudena se nos ha ido. Y se lo ha llevado todo: sus historias, sus personajes, su risa grave, su palabra certera, su honestidad cabal, su infinita generosidad. Pero quien quiera conocerla, entenderla, atesorar un pedacito suyo, tiene sus libros, que la transparentan en esa manera de contar, que es una manera de entender la vida y la gente. Aunque yo sienta ahora mismo que solo me queda la fibra amarga de las naranjas.

Los tres primeros meses de la temporada de abono de la OSPA (o como se han denominado en los últimos años, “Seronda”), llegaban a su fin en un ambiente más bien invernal como recordaba el temporal que parece haberse instalado durante las últimas semanas, la inauguración de la iluminación navideña y, como no, el programa de esta cita musical, compuesto íntegramente por compositores que llegaban de la gélida Rusia.

Pero es precisamente en las sonoridades de los maestros eslavos donde la Sinfónica asturiana exhibe todo su potencial, como quedó de manifiesto en la noche del viernes. El preludio de “Khovanschina”, de Modest Mussorgsky pero con orquestación de Rimsky-Korsakov, un gran maestro en este arte, fue una explosión de color gracias a unas maderas muy sugerentes y evocadoras y a una dirección muy aseada de Pehlivanian.

La segunda de las obras, la “Rapsodia sobre un tema de Paganini” (de S. Rachmaninov), es una pieza arriesgada por su virtuosismo y sus ritmos complejos, que requiere de una concentración y sincronización plenas. La ejecución, aunque a gran nivel en líneas generales, fue claramente de menos a más, con unos resultados notables gracias a un Kozhukhin espléndido que no dudó en asumir el reto de las “variaciones” de Rachmaninov con entereza y personalidad. Pero al margen de exhibir un gran virtuosismo y nivel técnico, el pianista (también ruso), evidenció una sobresaliente musicalidad que le llevó a fundirse con la orquesta, muy celosa de arropar al solista y de mantener una sonoridad adecuada durante las veinticuatro variaciones que conforman esta obra, en varios pasajes de gran expresividad. De entre todas ellas destacaron la décima y, especialmente, la decimoctava, donde los protagonistas desplegaron un lirismo arrebatador y Kozhukhin hizo cantar al piano con una delicadeza y sensibilidad mayúsculas, pleno de luminosidad gracias a una pulsación muy sutil.

Su participación en la velada musical se redondearía con “La marcha de los gnomos” (de Grieg) y la cantata “Ich, ruf zu dir” (de Bach) que el intérprete ruso regaló a un auditorio rendido a su magia y talento. Para cerrar el concierto, la “Sinfonía número 2 en do menor, op. 17” de Chaikovski, en la que, a unas cuerdas muy homogéneas, particularmente los violines, se sumaron unos metales bien timbrados (con mención especial para la sección de trompas en la invocación del tema inicial). Las melodías de marcado sabor tradicional fueron abordadas con acierto por Pehlivanian, que supo extraer de la OSPA todo su carácter, como se pudo observar en el “scherzo”, rico y matizado, o en el “Andantino marziale quasi moderato”, con una orquesta que tenía interiorizadas las dinámicas y los volúmenes sonoros.

El “Finale: moderato assai”, con algunos pasajes que recuerdan de forma ineludible a la “Obertura 1812” del mismo compositor, fue donde la Orquesta Sinfónica del Principado dio rienda suelta a un volumen más pleno (seguramente con un ligero abuso de la percusión), bajo la experimentada dirección de Pehlivanian, rubricando el broche de oro a una velada musical donde todos los protagonistas rindieron a un nivel muy coral.

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