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José Antonio Díaz Lago

Sí, ministro

Las intenciones de Garzón

A finales del siglo pasado se popularizó una serie de humor inglesa llamada “Yes, minister” (Sí, ministro) porque así terminaba cada episodio, con un alto funcionario dándole la razón al ministro que, en realidad, había sido llevado sutilmente a la conclusión que el funcionario quería. La serie era un muestrario de los tejemanejes, miserias, ardides y cinismos consustanciales a la política.

En uno de los episodios el ministro alababa de modo entusiasta el ideal europeo que latía tras la creación de la Unión Europea y sostenía que por eso Gran Bretaña estaba en la misma; los funcionarios presentes le aclaraban que no era así, que el verdadero objetivo de los ingleses era provocar la completa desunión de los países europeos y cuando lo hubieran conseguido marcharse (visto cómo han ido las cosas, la verdad es que los guionistas estuvieron inspirados). Pero ¿para qué están los franceses entonces?, imploraba el ministro. Los franceses, le contestaban, están para vender por toda Europa los productos de sus megagranjas, como si fueran excelentes. Se ve que ya existían megagranjas, aunque los franceses de aquella ficción, y seguramente mucho menos los de verdad, no estaban dispuestos más que a predicar la calidad de sus productos.

Por estos lares, las cosas funcionan de otra manera. Así, el Ministro de Consumo español ha hecho declaraciones a un conocido periódico inglés de corte “progresista”, “The Guardian”, el cual pone este titular en su boca: “los españoles deberían comer menos carne para paliar el cambio climático”. Ir a un medio inglés a decir esto no sé qué objeto tiene, porque la mayoría de los españoles no leen habitualmente ese periódico y a los ingleses debe traerles sin cuidado la carne que comen los españoles. Si es por el efecto contaminante, la contribución de España al mismo es el 0,6% de emisiones de CO2 (datos 2020, Our World in Data, Universidad de Oxford), cuando solo tres países (EE. UU., China e India) superan ampliamente el 50% y muchos otros en Europa y en el mundo contaminan más que España. Por supuesto que hay que ser solidarios con los problemas climáticos y que hay que relacionar el consumo de carne con la salud, pero ¿hay que decirlo en “The Guardian” en lugar de hacerlo en un medio español o, mejor, dialogar con el sector y actuar conjuntamente sobre el hipotético problema?

El escándalo, sin embargo, no se ha montado por el titular, sino por lo que dice el ministro en la entrevista, exactamente esto: “lo que no es para nada sostenible son esas llamadas megagranjas, que buscan un pueblo en la España despoblada, donde ubican a cuatro mil, cinco mil o diez mil cabezas de ganado, contaminan el suelo y el agua y después exportan esa carne de mala calidad, de animales maltratados”. Llama la atención de la frase atribuida al ministro la palabra “exportan”, que puede ser utilizada a conveniencia por quienes, en sus propias megagranjas y países elaboran productos parecidos: no compren ustedes productos españoles, dirán, que son de mala calidad, lo ha dicho su ministro. Porque ¿un ciudadano europeo que lee las etiquetas de productos en los supermercados o los gerentes de grandes superficies se pondrán a analizar si la procedencia es de granjas industriales o de ganadería extensible? Dudoso.

Seguramente Alberto Garzón tiene buenas intenciones, lo que le exonera como persona, pero no como ministro. Claro que, tratándose de un comunista confeso, lo que probablemente subyace en su cabeza son las románticas ideas sobre granjas bucólicas donde campesinos robustos y felices producen bienes ecológicos en un ambiente sostenible y verde; nada que ver con grandes fábricas industriales donde empresarios capitalistas avarientos explotan a sufridos trabajadores y animales en cautividad (lo que pudo haber ocurrido en las experiencias históricas similares del llamado socialismo real ya sabemos que es como si no hubiera existido, borrado a conveniencia de la memoria histórica). Si bien ya resulta difícil sorprenderse de nada, la inefable por reiterada actitud del ministro, que ya ha hecho cosas parecidas en otras ocasiones, entronca directamente con la soltura con que el Gobierno se desmarca de lo que aquel dice, como si el Gobierno de la Nación no fuera un órgano colegiado, por mucha coalición que se invoque. Es más, se escenifica una crisis en la coalición que, sin duda, acabará con un gran abrazo y un reproche a la prensa canallesca y a las malas artes de la oposición; por eso ya hay quien ha empezado a hablar de la inadmisible cacería orquestada para desacreditar al Gobierno.

El ministro se defiende explicando que él ha dicho lo que dicen los científicos, lo que añade cierta dosis de ingenuidad que, dado el cargo que ocupa, más que un atenuante es un agravante. Sin embargo, no ha desmentido lo publicado (salvo el manido recurso a la descontextualización), lo que naturalmente ha enfadado a los propietarios y trabajadores de esas macrogranjas que se juegan su dinero y sus puestos de trabajo y que deben pasar los preceptivos controles sanitarios y de consumo, en base a las exigencias establecidas por la Comisión Europea, salvo que los Ministerios correspondientes no estén haciendo su trabajo. Decía Felipe González que no se puede aspirar a no meter nunca la pata, porque todos lo hacemos de vez en cuando, pero cuando esto ocurre lo que hay que hacer es procurar sacarla rápido: no parece el caso. Si este hubiera sido un episodio de la serie inglesa citada al principio, el ministro habría acabado ordenando que le pusieran con “The Guardian” para alabar la calidad de la carne producida en las megagranjas españolas; el funcionario habría dado la vuelta sonriendo y hubiera dicho: sí, ministro.

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