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Josefina Velasco

Feminismo obligado

“Tonterías, las justas” en la guerra de las mujeres

La Historia de todos, la que escribimos con mayúscula, y la de cada uno, la que es más memoria y sentimiento, está poblada de hitos. Los que afectan al conjunto forman parte de la cultura común que nos permite evaluar los logros conseguidos y los retos aún pendientes. En lo que a la mujer respecta, las declaraciones de la Revolución Francesa en el siglo XVIII, la “primera convención por la igualdad de derechos” a mitad del XIX, el nacimiento del movimiento sufragista, las huelgas de 1908 que dieron lugar al Día Internacional de la Mujer; o aquí el acceso de la mujer a la Universidad (1910) o el voto femenino de 1931 lo son. A golpes, las diferencias se fueron limando ganando terreno en una mayor visibilidad, cuotas de presencia, investigación histórica, igualdad salarial. Falta mucho y se ha logrado más. Naturalmente nos ceñimos en esto al “mundo occidental”, democrático y desarrollado. En el otro, el más grande y olvidado, las cosas aún son para llorar y no parar.

Aunque a veces parezca que vamos despacio, el avance ha sido enorme. Sin embargo, hay algo que permanece como un hilo invisible en el camino de la mujer, que se agudiza en tiempos de penuria o violencia. Si buscamos la fotografía más icónica de la Gran Depresión de 1929 será la de la madre de mirada perdida pensando cómo resolver el hambre de los niños que se aferran a ella, Dorothea Lange bordó la imagen. Tras la Guerra Civil española, la frontera francesa se colapsó con una multitud que huía; maletas atadas, bultos improvisados, hombres, sí, pero sobre todo mujeres y niños agarrados a sus faldas o dormitando sobre sus hombros abatidos. Conocemos historias próximas que son de memoria personal de madres que huyeron con sus hijos, viudas de una guerra fratricida, o que volvieron, aguantaron y levantaron su casa, “sacaron adelante a su familia” planchando, cosiendo, fregando y haciendo lo que fuera. Y otras que, por ayudar a “sus hombres”, o solas, cosían de noche, acarreaban calderos de agua, lavaban con sus manos, ponían un bar o una tienda, recogían carbón o limpiaban en las fábricas; se convirtieron en vendedoras, modistas, planchadoras, criadas, cambiaron de ciudad, de país o se quedaron plantando cara a hostilidades e incomprensiones. Y las más de las veces, todavía tenían momentos en los que, pese al desánimo, cantaban, leían, se pintaban y vestían con la mayor dignidad y se iban al cine o de fiesta demostrando que la vida siempre seguía y había que vivir. La mayoría de aquellas heroínas anónimas no trasmitieron rencor ni odio. Con su ejemplo enseñaron que hay que seguir y promovieron la cultura del esfuerzo y la superación por encima de resentimientos heredados que eran lastres. Ante las protestas y quejas, las más de las veces producto de la pereza juvenil, solían sentenciar eso de “tonterías las justas, a estudiar que toca”.

Ahora que esta Europa progresista, de igualdades en marcha constante, de libre circulación, de intercambios, de jóvenes “erasmus” o de mujeres empoderadas parecía inamovible, vemos un nuevo éxodo de otras mujeres con niños; ellas, otra vez cansadas y aún así llevándolos en brazos o cogidos a su ropa abrazados a peluches. Y todo por una guerra que ninguna y ninguno, ni ellos ni nosotros, quisimos.

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