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Martín Caicoya

Examen a La estrategia de producción de alimentos

Lo que se llamó la “revolución verde” industrializó la agricultura y la ganadería

Había, en una pequeña isleta de tráfico en el centro de Oviedo, una escultura donde dos niños acarician una vaca famélica. Otra más que introducía el agro en una ciudad que siempre vivió a sus espaldas. Aludía a “Adiós, Cordera”, el cuento de “Clarín”. Los niños se tenían que despedir de la vaca a la que amaban. No era un ser anónimo, una fábrica de carne y leche. Era su vaca, “Cordera”. Aquellos campesinos que vivían miserablemente, amenazados por el hambre, sabían que el destino de los animales con los que establecían una relación emocional era la muerte. Unos criados para eso, como los cerdos o algunos pollos; otros, cuando ya no servían para producir. Cada vez que se desprendían de un animal se producía un duelo que solo la necesidad justificaba. Esa escultura ya no está allí, emigró como tantos campesinos.

Aquella forma de producir era inviable. La mayoría de los campesinos no eran propietarios ni de la tierra ni de los grandes animales. La Revolución Industrial produjo el cambio. Una revolución que también afectó a la agricultura y la ganadería. Se llamó la revolución verde: semillas seleccionadas de alto rendimiento. Las contrapartidas fueron tres: el coste de las semillas, la exigencia de fertilizantes y la propagación de plagas. Plagas debido a la vulnerabilidad de las semillas y a la extensión de los monocultivos. Miseria y riqueza y jaque mate a la economía circular. Miseria para los pequeños campesinos que no pudieron comprar semillas, fertilizantes y plaguicidas. Y para los grandes que no soportaron crisis: “Las uvas de la ira”. Riqueza para las multinacionales agroalimentarias y para los bancos que prestaban. Jaque mate a la economía circular: aquellos prados plantados de manzanos de pie alto, bien separados, alternando variedades para frenar la extensión de las plagas, prados que abonaban las vacas que pastaban entre los árboles que daba hasta tres siegas al año. Fueron sustituidos por la producción industrial de manzana y de carne y leche.

Un veterinario americano se dio cuenta de que las vacas estabuladas eran fabulosas productoras de carne porque comían por encima del punto de saciedad. No importaba que el hacinamiento facilitara las epidemias: había antibióticos. Descubrieron que administrados al final del ciclo retenían agua: la vaca pesaba más. Son los finalizadores. El uso de antibióticos con ese objetivo está prohibido en Europa, no así en América. Son causa de resistencias bacterianas: seleccionan las cepas que por naturaleza no son sensibles a esos microbiocidas, cepas en general menos eficaces biológicamente, de ahí que la otras dominen, pero que se hacen propietarias del espacio ecológico cuando se acaba con las sensibles.

Con esta revolución, llamada verde, el rendimiento creció de tal forma que hace ya muchos años que se producen más alimentos de los necesarios para una humanidad creciente. Y ese es el primer objetivo del ser vivo: obtener la energía del medio para realizar sus funciones fisiológicas. Haberlo conseguido, aunque fuera a un alto coste para muchos, es un éxito de la humanidad.

A esos costes hay que añadir la modificación del permanentemente inestable equilibrio ecológico. Una modificación que amenaza a nuestra vida, o bienestar, en el planeta. No amenaza a la tierra ni a la naturaleza, ella sabe defenderse. Es a nuestro nicho ecológico.

Compramos carne a precios difíciles de entender si pensamos en el coste de producción: la vaca tiene un rendimiento del 20% aproximadamente, muy similar a las máquinas. Por cada kilo de grano produce 200 gramos de carne. Comer un filete viene a ser lo mismo que comer un kilo de trigo, pero este proporcionará 5 veces más energía. Solo la producción industrial en grandes granjas puede soportar la competencia. Decir que defender la producción de carne es defender el campo no es del todo cierto. Basta ver cómo lo hacen las grandes multinacionales.

Algunas estimaciones atribuyen a la industria agraria la tercera parte de los gases de efecto invernadero, sin embargo, apenas figuran entre los objetivos de los grupos preocupados por el calentamiento global. Cuando alguna autoridad los señala, se le censura con palabras y gestos altisonantes ¿Por qué esa defensa cerrada del campo? Porque el lobby es muy poderoso y está ganando la batalla de la propaganda: aún nos lo presenta idílico, familias que con mimo y amor conversan con la tierra para, en una bella armonía, obtener sus frutos. De esos hay pocos. La mayoría trabajan, con salarios y condiciones nada envidiables, en explotaciones que más parecen factorías donde los animales se tratan como máquinas y sus desechos inundan la tierra, contaminan los acuíferos, polucionan la atmósfera.

La primera obligación es producir suficientes alimentos. Sabemos hacerlo y hay varias estrategias. Lo que está en juego es cuál debemos elegir o priorizar. Está claro que debe ser aquella que nos haga menos daño a medio y largo plazo. Con ella además protegemos a los animales y mejoran las condiciones de los trabajadores del campo. Pero el coste de producción de la carne será más alto: hay que reducir el consumo y eso también será bueno para la salud.

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