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Laviana

Más allá del Negrón

Juan Carlos Laviana

Perrhijos y gathijos

De la crueldad con los animales a convertirlos en miembros de la familia

Entre los muchos recuerdos de la infancia, hay uno que me ha acompañado de forma persistente. Los aullidos de una camada de gatos aprisionada en un saco de arpillera. Allá por los años 60 del pasado siglo, en nuestra casa de La Granja, a un kilómetro de El Entrego, siempre había un gato. No por un especial cariño a los animales, sino por su utilidad como cazador de ratones. Entonces y allí, sólo se tenían animales domésticos (es un decir) si resultaban de utilidad. O bien como alimento (gallinas, conejos, cerdos…) o bien con otras funciones, como perros guardianes o felinos exterminadores de roedores.

Era habitual en la niñez presenciar el preciso hachazo en el pelado cuello de una gallina y la subsiguiente danza macabra del animal decapitado. El mortal golpe certero en la nuca de un conejo, inmovilizado boca abajo por las patas traseras, que le dejaba seco en el instante. Por no hablar de la menos frecuente, pero mucho más sangrienta, matanza del cerdo.

Con los gatos el método era diferente. Cuando paría la gata, se recogía a los cachorros en un saco de patatas, se ataba bien para que no escaparan, se echaba la espalda el cargamento, que no cesaba de cosquillear, y se llevaba hasta el lugar adecuado para el sacrificio. En este caso, era el puente colgante del Sotón, a unos cientos de metros de casa, Desde allí, se arrojaba el cargamento al río, y se contemplaba, hasta que desaparecía de la vista, cómo el bulto viviente era engullido por las entonces negras aguas del Nalón.

El recuerdo me ha vuelto a la mente al leer un muy interesante reportaje en la web de RTVE, titulado muy descriptivamente “La era de los ‘perrhijos’: así se afianza el modelo de familia multiespecie en un país con más perros que niños”. Entre otros muchos esclarecedores datos, se dice que en España hay más de nueve millones de perros frente a los menos de siete millones de niños menores de 15 años. O que cada vez es más sólida su integración en las familias: ya se habla de custodias compartidas, figuran en testamentos y se les el último adiós en ceremoniosos velatorios.

“No importa que tengan cuatro patitas, son mis hijos y daría cualquier cosa por ellos”. Son palabras publicadas por la dueña de un perro en una red social con el hashtag #mamaperruna. “Madre e hijo no son siempre de la misma especie”, asegura contundente la instagramer,

Los expertos atribuyen el fenómeno al hecho de que España –con Asturias a la cabeza– sea uno de los países con menor tasa de fecundidad del mundo. Y también a razones socioeconómicas para justificar nuestra renuncia a tener descendencia: falta de recursos, dificultad para encontrar la pareja adecuada, inestabilidad familiar, o, simplemente, no poder o no querer traer hijos a este mundo. Todos estos factores contribuyen a que cada vez más personas recurran a lo que en el reportaje se denomina “familia interespecie”.

No es de extrañar, pues, que el Gobierno haya aprobado un anteproyecto de ley de Protección y Bienestar Animal. Una ley conservadora si la comparamos con otros países. En Suiza, los animales tienen derecho a un abogado de oficio. En Francia, es necesario un “certificado de sensibilización” para adquirir una mascota. Y en toda Europa se castiga duramente el maltrato.

El fenómeno de la humanización de los animales avanza de forma vertiginosa. El hecho de sustituir la familia convencional por la “interespecie” indica que tenemos una necesidad de familia, sea del tipo que sea, una carencia que puede llevarnos al exceso. Denota, sobre todo, un alarmante aumento de la soledad, ya sea voluntaria o involuntaria. En España, el número de personas que viven solas está a punto de alcanzar los cinco millones.

Acabo de sacrificar a mi gato mayor, gravemente enfermo. Otros dos viven con nosotros. Me da pudor hasta mencionarlos por sus nombres. Mis hijos me consideran un primitivo, un cromañón, un salvaje, por haber sacrificado de forma tan atroz a mis primeros cachorros. No digo que aquello estuviera bien. Al fin y al cabo, son seres vivos. Lo que ya no puedo admitir es que mis gatos sean dos miembros más de mi familia. El día que los trate igual que a mis hijos, no habré humanizado a los gatos, sino que me habré animalizado yo.

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