Tuvimos días atrás la ocasión de escuchar a una masa coral asturiana digna de todo elogio desde el sobrio amateurismo de su composición. Esa magnífica reunión de voces da pie a escribir que, como tantas otras actividades nobles acometidas por el ser humano, el canto hunde sus raíces en la antigüedad clásica, esa que quieren enterrar en los planes de estudio recientes quienes detestan todo aquello que ocurrió antes de su propio nacimiento, o el de sus siglas.
Convengamos en que el coro es un ejercicio colectivo que nace de un grupo de personas que se juntan a cantar. Así ocurre desde la antigua Grecia, donde la palabra coro se refería a un grupo de gente que acudía a cantar –y a bailar– a un lugar cercado. De lugar cercado (en griego clásico “ jórtos”) procede la etimología, lo cual nos hace pensar que desde los inicios, la actividad coral requería de un recinto, de un espacio donde expresarse. Los coros griegos eran formaciones sólo de hombres, sólo de mujeres, mixtos o de hombres y niños. Inicialmente cantaban música monódica, destinada a la alabanza de sus dioses. Alabar a Dios con cánticos se convierte con frecuencia en una oración sublime.
Como a tantas artes plásticas y escénicas, mucho le debe a Grecia la historia coral. En algunas tragedias míticas de la historia de la literatura clásica, como “Las bacantes” de Eurípides, el coro revierte el orden y se transforma en uno de los personajes principales. Incluso la palabra “orfeón”, que es otro tipo de coro, procede de Orfeo, dios griego bajo cuya protección se encontraba el teatro, con sus actores y sus coros.
Los coreutas griegos cantaban al unísono para dar la impresión de ser una sola voz, una única entidad, no una reunión de individuos. Esta facultad de unirse y reunirse en una voz común la puso de manifiesto el coro que escuchamos hace unos días. Y cuyo nombre se elude para no desmerecer a otros tantos grupos corales asturianos, de idéntica calidad que el mencionado.
