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Francisco Sosa Wagner

Mujeres sin corbata

El valor simbólico de la vestimenta

Acudíamos a las clases en la Facultad –en el franquismo– siempre con corbata. Es más: catedrático había que expulsaba del aula a quien osara no llevarla. Signo de rectitud social era el nudo windsor, quien se las echaba de inconformista exhibía nudo simple. Era toda la discrepancia autorizada.

Ocurría igual con la libertad religiosa. Aunque se crea lo contrario, estaba autorizada en las leyes fundamentales, solo que se ejercía de forma contenida: la devoción oficial era a la Virgen del Pilar pero se podía practicar cualquier otra –a la de los Dolores, por ejemplo– contando con que las autoridades, benévolas, harían la vista gorda. Con los santos acontecía algo parecido: el castizo era Santiago (¡y cierra España!) pero a quien fuera devoto de san Demetrio e incluso de ello hiciera ostentación, no le pasaba nada.

Naturalmente, traspasar esos límites era arriesgado.

Los curas, cuando entonces, llevaban sotana – alda hasta los pies y sombrero de teja– porque, de lo contrario, el obispo les infligía las peores penas previstas en el Código de Derecho canónico. Aflojados los rigores, se admitió por la calle al cura destocado o destejado.

¿En qué consistió la relajación de las costumbres? En que vimos en los recintos universitarios chicos sin corbata, con un jersey de cuello vuelto, lo que provocaba la lógica inquietud entre los decanos. Peor aún fue cuando se les vio ¡con barba! Se podía asegurar que quienes así desafiaban la compostura eran antifranquistas, individuos peligrosos que –si no se les leía la cartilla– un día podrían proferir expresiones descalificadoras para con el Caudillo.

Entre el clero, los signos de revuelta se hicieron también manifiestos. Nacieron, en los años del Concilio Vaticano II, con el clergyman, una prenda ridícula pero que desterraba el manteo hasta los pies y lo sustituía por pantalones propios de oficinista vicioso del papel timbrado.

Lo malo es que, sin que nos diéramos cuenta, un día vimos al párroco con vaqueros y un jersey de cuello vuelto como el del chico exaltado de la Universidad. Si, además, gastaba guitarra, la certidumbre podía ser formulada: estábamos ante un clérigo subversivo dispuesto a burlarse hasta de las beatas.

Que todas las alarmas sonaran en el Gobierno civil era lógico y a nadie debía extrañar.

Todo esto pone de manifiesto que la vestimenta tiene un acusado poder simbólico y que basta ver vestido a un conciudadano para proclamar sin error sus inclinaciones ideológicas.

Ahora, con la crisis energética, hemos inaugurado el sincorbatismo oficial porque desde el Gobierno nos instan a ello, al menos mientras dure el verano. Luego, lo correcto, será llevar bufanda, de color rojo o morado, solos o mezclados.

En este eterno retorno que es la vida vamos a ver cómo quienes no coincidan con los postulados del Gobierno transversal, empático y chulísimo, se van a poner una corbata, convertida en bandera y signo de pertenecer a la derecha.

El problema lo tiene mi vecina Itziar Yolanda, que estudia para odontóloga. Itziar Yolanda es alta como espiga de trigo en sazón y tiene cuerpo normativo. Además, es youtuber e influencer en una comarca poblada.

–De nuevo –se queja– la discriminación de las mujeres. Porque ¿cómo vamos a demostrar que somos empoderadas y progresistas si nosotras no llevamos corbata?

He ahí una injusticia en la que nadie ha pensado: donde menos se espera, salta la liebre.

En el Ministerio de Igualdad sus cargos desiguales –y superfluos– van a verse obligados a interrumpir su siesta para restablecer el equilibrio entre los sexos.

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