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Javier Junceda

Asturias en el Congreso

La profunda huella asturiana del Palacio de las Cortes

La galería del orden del día que recibe al visitante en el madrileño Palacio de las Cortes ya avisa de la profunda huella asturiana del histórico inmueble. El primer busto que uno se encuentra allí es el de un prohombre gijonés, Melquíades Álvarez, situado justo enfrente de un inmortal riosellano, el «divino» Agustín de Argüelles. Dentro del hemiciclo, y en el medallón central de la «alegoría de España» pintada en su bóveda –cerca del lugar donde impactaron las balas de Tejero–, Isabel II se hace acompañar por trece glorias de la nación de todos los tiempos, desde el Cid a Colón, pasando por Cervantes, Lope o Velázquez. Entre esos nombres se cuelan, de nuevo, dos ilustres asturianos: un tinetense y otro gijonés, Campomanes y Jovellanos, los dos únicos representantes en el fresco del derecho hispano. Por cierto: el cetro y los demás atributos de que se sirve la reina quiso Ribera que simbolizaran a la monarquía surgida en los montes de Asturias por don Pelayo.

Pocas estancias de la sede legislativa española dejan de recordar al Principado. En el salón de los pasos perdidos puede verse retratado al tantas veces diputado por Oviedo y fugaz líder de las Cortes Evaristo Fernández San Miguel. Y en el pasillo de presidentes de la primera planta, una abultada lista de egregios hijos de la región posa para el pincel de los principales autores de cada época. Allí se cuelgan los imponentes cuadros del Marqués de Pidal, de Alejandro Mon, de Posada Herrera, de Melquíades Álvarez (de manos de Nicanor Piñole), o del gran Torcuato Fernández Miranda. Álvaro Delgado firma el genial dedicado a Fernando Álvarez de Miranda. Estos patricios, junto con el candamino Alonso Cañedo; los ovetenses Vázquez Canga y Queipo de Llano; el salense Calello Miranda; el allerano Posada Rubín de Celis; el franquino De la Vega Infanzón; el somedense Flórez Estrada o el tinetense Riego, figuran esculpidos en el mármol de las máximas autoridades de las Cortes en sus doscientos doce años de andadura.

Hasta es de origen asturiano el precioso reloj que marca las horas en la recoleta biblioteca del Congreso, una exclusiva pieza tipo ojo de buey. Se lo encargó siendo presidente el llanisco Posada Herrera a un relojero de Corao, Basilio Sobrecueva Miyar, al que su proverbial inquietud le había llevado a conocer los secretos de la técnica alemana y suiza antes de montar en Cangas de Onís una prestigiosa fábrica de la que saldría esa joya. De la extraordinaria colección de estos mudos testigos de la historia que atesora el Congreso, el de la biblioteca destaca especialmente por su sencilla elegancia, una mezcla prodigiosa de artesanía, ciencia y tecnología elaborada en tierras canguesas.

Desde luego, cuando los herederos al trono juramentan la Constitución como Príncipes de Asturias, lo hacen en lugar bastante propicio, a la vista de las numerosas referencias asturianas que albergan los nobles muros donde se reúnen los Diputados. Pero también estos datos nos sirven para recordarles a los de la LOGSE y a los que no lo son, que cualquier tiempo pasado fue aquí mejor. Sin duda, la relevancia institucional que en Madrid tuvieron durante siglos los que cruzaban Pajares tiene difícil comparación con nuestro peso de hoy, un acentuado declive que no solo se hace palpable en esa pérdida de influencia en España, sino en la deriva decadente en que llevamos instalados desde hace décadas.

Un simple recorrido por la Carrera de San Jerónimo confirma que la impronta astur en la política estatal ha ido paulatinamente decayendo, acompasada con el ocaso que hemos padecido en otros múltiples órdenes, desde el demográfico al socioeconómico o cultural. Por eso haríamos bien en aprovechar estas crónicas como verdadero revulsivo para recobrar la autoestima colectiva, un necesario acicate para recuperar de una vez el nivel que nos corresponde como sociedad pujante que siempre hemos sido y nunca tendríamos que haber dejado de ser.

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