La espiral de la libreta

Vuelta al tajo, primera semana

Reflexiones sobre la aceleración y la hiperproductividad

Olga Merino

Olga Merino

La mañana despertó azulísima sobre el valle. Serían eso de las diez –el sol aún no se había desmelenado– cuando irrumpió en el cielo un escuadrón de buitres, diez, una docena, tal vez más. En las jornadas anteriores, apenas se había dejado ver algún explorador solitario, pero ahora la bandada habría divisado una oveja o un caballo muertos y se dirigía hacia el festín carroñero, revoloteando en aparente desorden. Me quedé embobada. Otro día, me detuve a observar el avance de una babosa gigante en el sendero del bosque. Y quemé un par de tardes con juegos de mesa, entretenimiento que no frecuentaba desde el pleistoceno del Monopoly. Perdí el tiempo o lo gané, según se mire, porque en eso consiste el nervio de las vacaciones: dilapidar las horas sin culpa.

El parón del verano también trajo consigo el regalo de la lectura a placer, entre otros de un volumen que arranca tal que así: "¿En qué momento mi vida empezó a ser accesible solo en vacaciones?". Las páginas fragmentarias de Gozo (Siruela), que así se titula, mezclan el diario, el ensayo y el libro de viajes tras una cubierta con un melocotón maduro y estival, a punto del mordisco. Hace más o menos una década, la autora, Azahara Alonso, acababa de licenciarse en Filosofía y, asfixiada por salarios indignos y jornadas de trabajo inabarcables, se instaló durante un año en Gozo, una de las ocho islas que componen el archipiélago de Malta, excolonia británica. Aunque los dineros de la beca inicial no tardaron en esfumarse, Alonso logró encontrarse a sí misma en la vida lenta.

Aparte de las peripecias convivenciales con los isleños, la ensayista recapacita no solo sobre la huella que el maná envenenado del turismo imprime en el territorio, sino también sobre la dictadura de la productividad: reloj en mano, se ha impuesto la marcha del Conejo Blanco de Alicia en el País de las Maravillas. Tan acelerados vamos que toda actividad que implique atención, como el mismo pensar, se ha asimilado con una pérdida de tiempo. Alonso entreteje en el texto reflexiones de escritores y filósofos como Paul Lafargue, autor de Derecho a la pereza y, mira por dónde, yerno de Marx.

En Gozo late también una tenue reivindicación de la rutina, entendida no como cárcel de tedio, sino como ritmo, como búsqueda de variaciones dentro de lo mismo, de encontrar virtud en la repetición, alejándose del consumo bulímico de estímulos y experiencias. La rebeldía de la cotidianidad disfrutada, del relleno, de lo que a la vida le sobra. "Son las rutinas halladas las que nos sostienen", escribió Javier Marías. Pienso en ello en este domingo, ay, que corona la primera semana de vuelta al tajo, cuando las vacaciones, un burbuja de tiempo suspendido, se antojan ya un espejismo.

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