Ciento quince años de historia es mucho tiempo. Desde que, en 1894, el Colegio de la Divina Pastora comenzó su labor educativa en Llanes, han sido miles de niños y niñas los que han pasado por el vetusto centro. Ciento quince años en los que España ha conocido dos reyes (Alfonso XIII y Juan Carlos I), dos dictaduras (la primorriverista y la franquista) y una república, amén de una cruenta guerra civil y del actual período democrático. Y todo esto con el colegio en pie, siendo testigo excepcional de acontecimientos fascinantes.

Pocas cosas en mi vida me marcaron tanto como la estancia durante diez años en el colegio de las franciscanas misioneras de la madre del Divino Pastor. En la vida de todo niño la época escolar supone algo más que años de estudio. Además de aprender a leer o escribir, me peleé por primera vez con las matemáticas, memoricé la tabla periódica, descubrí la fotosíntesis en aquellas clases de «natu» o diseccioné ojos de vaca en el legendario laboratorio del colegio donde el profesor Aníbal guardaba en un armario cerrado con llave una botella de Coca-cola con mercurio que para nosotros suponía una especie de santo grial.

Pero mi estancia en el colegio no la mido sólo por la cantidad de conocimientos que allí adquirí. Más allá de todo esto, entre las paredes del centenario colegio y en sus patios alcancé otras cosas mucho más importantes. Fue allí donde hice amigos que aún perduran como inseparables, fue allí donde soñaba con emular a Hugo Sánchez y a mis ídolos de la «quinta del Buitre» en las legendarias finales de fin de curso que enfrentaban en el patio central del colegio a los futboleros de cada clase, mientras las chicas se desgañitaban animándonos para que ganásemos al curso contra el que nos enfrentábamos. Fue aquí también donde por primera vez miré a una chica no con ojos de amiga sino de algo más, fue aquí también donde los nervios jugaban malas pasadas cuando se acercaban las tradicionales «funciones» bien de Navidad o de fin de curso y no lograba recordar en mitad del escenario del abarrotado salón de actos la frase que me tocaba recitar y que tanto habíamos ensayado los días previos. Fue aquí donde inocentemente nos partíamos de la risa cada vez que alguna de las monjas, casete en mano, intentaba enseñarnos las canciones para cantar en misa, fue aquí donde me ocurrieron tantas cosas?

No me quiero olvidar de todos aquellos profesores y religiosas (es así como quieren que se les llame ahora y no monjas) que soportaban estoicamente nuestras trastadas u ocurrencias, no siempre bien intencionadas. En mi memoria siempre quedará la bondad de la madre Benilde, que siempre amenazaba y muy pocas veces castigaba, la juventud de la madre Pilar, los consejos en clave psicológica que impartía la madre Matilde o las reprimendas de la madre Sagrario, a la que llamábamos «pies juntos», no recuerdo muy bien por qué, cuando bajábamos de tres en tres las escaleras para enfilar el patio a la hora del recreo. No me olvido tampoco de las señoritas Yolanda o Paloma, de los profesores todoterreno, como Aníbal, que destacaba por su seriedad, o de Tino. Recuerdo también el shock que para muchos de nosotros supusieron los cambios metodológicos introducidos en la clase de educación física por el profesor Pablo, cuando cortó de raíz los partidos de fútbol en la hora de gimnasia para introducir un nuevo concepto basado en la expresión corporal que a muchos de nosotros nos parecía cursi y una pérdida de tiempo.

Ya ningún niño o niña de Llanes podrá experimentar todas estas sensaciones en el Divina Pastora. Pese a que la AMPA del centro, encabezada por Antonio Balmori, ha luchado hasta el final a brazo partido y con todo en contra por mantener abierto el centro (gracias de corazón en nombre de muchos ex alumnos por intentar salvar el colegio), el Divina Pastora pasará a ser desde ya mismo historia de Llanes, como tantas y tantas cosas que se han ido quedando en el camino y perdido en el olvido. Pero ¿qué será del centenario colegio? Nadie dice saberlo aunque yo tengo una sospecha. Como las cosas no pasan porque sí, creo que, tras dejar pasar cuatro, cinco o quizá más años, el «progreso» demolerá el colegio para convertirlo en un apetitoso bloque de pisos, previa recalificación de los terrenos. Ojalá me equivoque, pero se admiten apuestas.