Se llamaba José Rafael Fernández Suárez, pero todos le decíamos Pipo. Los más cercanos a él no necesitábamos mayor aclaración para saber a quién nos estábamos refiriendo, pero los demás -y dado que en Oviedo ha habido siempre otros Pipos y también conocidos- precisaban puntualizar: Pipo el de Brun.

He oído esa expresión cientos de veces, pero hasta ahora no había tomado conciencia plena de su gran verdad, su significado profundo. Quizá sea porque la muerte nos detiene el pensamiento y nos resume y simplifica mucho las cosas, de ahí esas aclaraciones a los nombres de los fallecidos en las esquelas -Antón el de Sagrario, Manolo el de la Cuesta-, que tienen tanto de reconocimiento de la excelencia en popularidad como de pertenencia o relación entrañable en vida. En el caso de Pipo no era necesario el recordatorio porque se añadía: «Ex director de Brun Publicidad».

Claro que puede decirse que Pipo era Pipo el de Brun antes de que Brun fuese Brun Publicidad. Primero fue Pipo el de Manolo Brun, director de Publicidad Gisbert, en la misma calle del Doctor Casal, hace más de medio siglo, que luego ocupó y ocupa la agencia que lleva su nombre. Pipo siempre recordaba con orgullo que empezó a trabajar allí llevando pantalón corto. A partir de entonces, y durante décadas, iba a participar en una aventura fascinante: predicar la necesidad de incorporar la publicidad y las relaciones públicas en una sociedad y una economía modernas y ante empresarios e instituciones no ya reticentes, sino en algunos casos convencidos de que dichas prácticas sólo suponían un gasto inútil. Tuvo la suerte de hacerlo al lado de un genio de la publicidad como fue sin duda Manolo Brun, que tuvo la perspicacia de apoyarse mucho en él, en su sentido común, su capacidad para resolver problemas y organizar cosas, y en su sentido del humor en cualquier circunstancia.

Pipo no pudo desarrollar todo su potencial talento, que estaba más que en la publicidad -en la agencia atendía más a cuestiones empresariales que creativas- en las relaciones públicas, porque la sociedad no había madurado aún lo suficiente para apreciar su importancia, aunque él fue un auténtico pionero en su promoción y desarrollo en su actividad profesional y dentro de la Asociación de Técnicos de Relaciones Públicas de Asturias, que quizá por prematura no tuvo toda la vigencia que necesitaba. Verdaderamente fue una lástima desaprovechar aquel caudal inagotable de ingenio, aquel saber estar en cualquier circunstancia y aquella imaginación para planificar y encontrar soluciones cuando parecía que no las había. Claro que de eso nos aprovechamos los amigos y los compañeros, porque esas capacidades que profesionalmente no fueron aprovechadas tanto como se merecían tenían su versión adaptada a las relaciones personales, y ahí se volcaba sin reservas, lo que nos permitió disfrutar de aquel ingenio suyo de una asombrosa capacidad de repentización, entre el surrealismo y el humor británico, pero también de otra cosa que poseía en grado sumo y pocas veces se cita: su instinto protector, que le llevaba a hacerse cargo de las preocupaciones y los problemas de los demás. Protagonizó con Manolo Brun y algunos de nosotros décadas claves en la publicidad asturiana, tomó el relevo en la dirección de la agencia en momentos difíciles, a la muerte de su fundador, y nos deja ahora, no mucho después de que lo hiciera Fernando Zuazua, otro de los nombres de referencia tanto en la publicidad como en las relaciones públicas en Asturias. Y resulta bien difícil resignarse a ello.