Coinciden en la cartelera lírica española dos óperas de Giuseppe Verdi que permiten observar a la perfección las dificultades que buena parte de su catálogo tiene para ser representada en nuestros días con garantías. En Bilbao, «Ernani» y en Oviedo «Simon Boccanegra». Curiosamente, ambas propuestas tienen puntos débiles en común. Pinchan los elencos -tanto el de la opulencia vizcaína como el de la miseria asturiana-, pese a tener algunos cantantes de buen nivel. Se estrellan de manera estrepitosa las puestas en escena y, en ambos casos, es el director musical el que viene a salvar los trastos y evita uno de esos «hundimientos» verdianos que suceden con bastante frecuencia en muchas temporadas.

También en los dos teatros la reacción del público es de resignada mansedumbre, en el caso bilbaíno con jaleo para la puesta en escena en el estreno. El «Simon Boccanegra» de Oviedo se pensó, en inicio, en torno a uno de los cantantes más venerados por el público asturiano, Carlos Álvarez. De todos es sabido que un grave problema de salud -afortunadamente ya superado- le obligó a dejar de cantar durante unos meses, y su vuelta a los escenarios está siendo reposada, afrontando roles no tan comprometidos como los que anteriormente asumía. Sin embargo, la indignación del público era ayer palpable contra el barítono malagueño.

A la salida, varios asistentes me comentaron cómo al mediodía habían visto en una cadena de televisión un reportaje sobre una representación del tenor el mismo sábado en la Ópera de Roma. Efectivamente, tenía previstas dos funciones (23 y 26 de enero) cantando el Ford del «Falstaff» en la capital italiana. Se trata de un rol mucho menos comprometido que el de Boccanegra. Lo que se entiende menos es la insolencia de salir en televisión el mismo día de su fallido estreno ovetense. Como poco, es una descortesía para el público y para la Ópera de Oviedo, incondicionales del cantante desde los inicios de su carrera. Curioso el sentido de la lealtad que algunos tienen. Creo que no hacen falta más comentarios al respecto.

En fin, que una vez caída del cartel la gran y esperada estrella, el balance final de lo que se nos ofreció no convenció. Y a mí, personalmente, me trajo a la memoria tiempos pasados que creía ya superados, pero que siempre acaban volviendo y a veces con tal intensidad que aterra. Marco di Felice asumió con valentía un rol de la envergadura de Boccanegra. Es el barítono un buen cantante -y un pésimo actor, por cierto- y saca adelante su cometido con entrega. Su emisión es segura y de hermoso color, está siempre presente, pero no es ni de lejos la vocalidad que debe afrontar Simon Boccanegra. Le faltan carácter, intención y personalidad para dar la entidad que el papel merece. Fue la suya una intervención desvaída y muy correcta, eso sí, pero nada más. No dejó la menor huella, algo imperdonable en este tipo de personajes con tanta enjundia dramática.

Debiera tomar ejemplo de su compañera de reparto, la soprano Ángeles Blancas, que regresó al Campoamor como María Boccanegra. Pese a un registro agudo un tanto metalizado, especialmente en el tramo inicial de su actuación, encajó su personaje con garra dramática y pasión interpretativa. O sea, como lo que es, una gran artista. Su entrada en escena hacía que todo cogiese vida, pese a no tener su mejor noche desde el punto de vista vocal. Quizá con Álvarez como contrapunto el resultado hubiese sido volcánico, pero en el contexto general del estreno no fue más allá de una aseada corrección.

Entre tanta laxitud, quien sacó rendimiento fue el bajo ucraniano Vitalij Kowaljow -que tan bien cantó hace dos años el Banco de «Macbeth»-. Su Jacopo Fiesco desplegó notable volumen, con una línea de canto muy consistente, aunque, eso sí, no demasiado refinada. Mejoró un poco su presentación en Oviedo de hace un año Giuseppe Gipali como Gabriele Adorno. De todas formas, me llama la atención que un tenor de sus características se adentre en este tipo de repertorio, totalmente alejado de sus posibilidades. La emisión, siempre atrás, apenas destaca a lo largo de toda la obra -su proyección es limitada- y su aportación se queda en insulsa y descafeinada sin más. Totalmente intrascendente el Paolo Albiani de Paolo Pecchioli, y discretos los secundarios de Víctor García Sierra, José Tablada y Vanessa del Riego.

En los cuerpos estables del teatro, funcionó a muy buen rendimiento el Coro de la Ópera, acertado en todas sus intervenciones, y Daniele Callegari salvó la función al frente de una «Oviedo Filarmonía» disciplinada, pese a algún pequeño desajuste en los metales. Callegari es un maestro que conoce muy bien el discurso musical verdiano. Sabe transmitirlo con ganas y convencimiento. A él se deben los mayores aciertos de la noche, generando desde el foso la tensión dramática inexistente en la escena. Fue la suya una aportación relevante en el resalte del claroscuro de la partitura, en el acierto de los contrastes y las texturas sonoras, en los pasajes más delicados y en los más vibrantes. Un acierto notable su debut en el ciclo.

En cuanto a la producción, aún estoy perplejo ante semejante adefesio. No entiendo nada. Este año pensé que se había tocado fondo con la inefable «Tosca», pero veo que no fue así y que siempre quedan fosas abisales sin explorar en lo que a las puestas en escena se refiere. Parece ser que este engendro procede de la Ópera de Santa Fe. Pues ¡bendito sea Dios! Es verdad que «Boccanegra» no es obra fácil de sacar adelante desde el punto de vista dramatúrgico por su tremendo estatismo. Sin embargo, al menos se debe pedir un sólido trabajo actoral que el director de escena pregonó en los días previos al estreno, pero que sobre el escenario sólo desarrolló en condiciones Ángeles Blancas.

El resto de solistas y demás figuración era una especie de entra y sale -para esto no hace falta un director de escena, sirve un policía municipal de control del tráfico- con los peores defectos de épocas pretéritas, esas que estuvieron a punto de hundir la ópera en esta ciudad. A saber: entradas en tromba y cantantes afrontados como postes en primer término, escenografía cutre y pobretona que se pretendía siniestra y se quedaba en un espacio abstracto sin mayor sustancia, un vestuario como sacado de los remates de la liquidación de los ya míticos Almacenes Arias, coro con brazo en alto en los pasajes cumbre -aquí siempre hay que echarse a temblar cuando se ven los brazos arriba en las masas corales- y, ojo al dato, un giratorio realizado nuevo para Oviedo que cuando entraba en acción daba unos aullidos de espanto. Un artilugio tan simple con estos problemas debemos, como poco, calificarlo de chapuza.

Vamos, que el señor Stefano Vizioli se cubrió de gloria. Acrecentada, eso sí, cuando decidió ponerse un poco moderno e imitar a Robert Carsen en la entrada de la masa enfervorecida en palacio. Sólo algún hallazgo estético con el mar al fondo y la iluminación paliaron un poco la impresión general de antigualla con la que Vizioli trató de mostrar el esplendor genovés. Eso sí, la caverna de la platea -no me refiero a la platónica-, encantada con semejante planteamiento. Y en esta reflexión trato de ir más allá de la estúpida y trasnochada dicotomía sobre si una versión más clásica o una más moderna es la que conviene. Ambos estilos deben convivir en una temporada con armonía. La línea que hay que cruzar es la de la calidad, y aquí a nivel escénico no se llegó ni tan siquiera a atisbarla a medio kilómetro. Reitero, el debate no es si más o menos actual, sino si es bueno o malo. A partir del próximo septiembre más y, esperemos, mejor ópera con «L'incoronazione di Poppea», «Il trovatore», «Katia Kabanova», «L'elisir d'amore» y «Tristan und Isolde».