Con todas las entradas agotadas hace meses inmediatamente de ponerse a la venta, la expectativa era enorme para ver «Noche de Ballet» con Tamara Rojo. Incluso vinieron críticos de periódicos madrileños. El director artístico de la gala, Ricardo Cué, siempre elabora funciones comprometidas para que se vea y se sienta la magia y el arte de la danza en toda su excelencia. La representación, además de Rojo, contaba con otros bailarines de compañías importantes como el Royal Ballet de Londres, el English National Ballet y el Ballet Bolshoi de Moscú. Este año se cumplen cien años de la muerte de Marius Petipa (1818-1910), el coreógrafo más grande del ballet clásico. Sin sus creaciones el arte sería más pobre. Precisamente Cué ha concebido esta función como un homenaje a este colosal artista. De un total de nueve coreografías que vimos, cuatro eran composiciones del marsellés, todas cumbres del arte coreográfico. Cuatro «pas de deux» en los que Petipa supo plasmar y acertar como nadie en su combinación de virtuosismo y bella apariencia. Fue un programa con páginas espléndidas. Se ofrecieron versiones de distintos semblantes: unas, de un profundo lirismo, otras, de gran despliegue técnico.

Se comenzó con el «pas de deux» de «La Bella Durmiente» de Petipa, el clásico de los clásicos, la danza académica en la cúspide de su pureza. Tamara, alentada por la música de Tchaikovsky, se mostró majestuosa e impecable en sus «arabesque», «attitude» y magníficos «fish dive» (pescados, pose introducida por Nijinska en la época de Diaghilev). Hubo un evidente esmero de Romel Frometa en su respuesta de compañero.

A continuación se representó el «pas de deux» del segundo acto de «Giselle», una coreografía de Petipa sobre la original de Perrot y Coralli, que conserva toda la esencia del romanticismo. David Makhateli y Natalia Kremen nos hicieron vivir el encantamiento evocador de las figuras románticas. La bailarina rusa dibujó la fragilidad sobrenatural y cuidó escrupulosamente el estilo y la plasticidad. El dinamismo etéreo de su danza, sus ligeros saltos y «ballon» la llevaron por todo el escenario desafiando la gravedad.

El «pas de deux» de «Don Quixote», también del genio franco-ruso, fue interpretado por dos primeras figuras del Bolshoi. Marianna Ryzhkina, de la escuela del Bolshoi, y Mikhail Lobukhin, asimismo miembro de la legendaria compañía moscovita, aunque él creció en San Petersburgo en la escuela Vaganova. Ambos dejaron claro la alta técnica académica que conlleva la impronta de la escuela rusa. Ryzhkina alcanzó su mejor momento en el adagio con suaves piruetas y elevados «jetés». En la coda destacó en sus veloces y nítidos «fouettés». Lobukhin un bailarín impresionante, de brío y potencia -muy Bolshoi-, evidenció audaces proezas técnicas. No ejecuta ningún movimiento ni pasos al que no le saque el máximo partido. En cuanto aparece en el escenario es difícil apartar la mirada de él. Su figura y juego escénico irradian fascinación. Incluso en los momentos estáticos se goza con sus elegantes y depuradas poses. Inmediatamente después apareció sobre el escenario Lola Greco, Premio Nacional de Danza de este año. Ella ha querido que su coreografía, «Latido», con música de Manuel Infante, tuviera su estreno mundial en esta función del Campoamor. Lola posee genio, casta, embrujo y una personalidad singular, pero la naturaleza de su obra impidió que estas facultades se materialicen. Cerró la primera parte el «pas de deux» del segundo acto de «El lago de los cisnes», obra maestra y joya coreográfica de otro genio, el ruso Lev Ivanov. Makhateli y Rojo aportaron sentimiento, encanto y dulce tristeza, en un estado de poesía mística, celebrándose una perfecta unión entre la música y la danza.

La segunda parte abrió con «Diana y Acteón», una realización de Vaganova en la que se manifiesta la liza entre dos personajes mitológicos. Un bello ejemplo de la alegría de la danza. Ryzhkina en la caracterización de la diosa resalta sus retozos cinegéticos alcanzando plenitudes y contrastes delicados. Lobukhin, con una indumentaria muy propia de la época soviética, volvió a arrasar por su personalidad y despliegue virtuosístico. Salió como un tornado, demostrando una vez más su categoría con un baile vigoroso y jactancioso. Remata sus «manège» con sensacionales y atrevidos pasos al borde de lo imposible. La variación de Acteón en este «pas de deux», según me informó hace años Igor Beslky, se le debe atribuir a Chabukiani.

Hubo dos coreografías de Ricardo Cué. «El último encuentro», en la que Francisco Velasco y Lola Greco se entregaron en un apasionado paso a dos con un desgarrador final. En esta composición la sustancia dramática y la emoción se muestran con una serie de deliciosas secuencias coreográficas en las que se juega con ritmos y compases de arte, combinando magistralmente los diversos lenguajes de la danza. Se liga lo español y el flamenco con el ballet y otros flujos de expresión teatral, incluyendo un guiño a Ginger y Fred. Aquí sí que Greco, una inmensa artista, tuvo la oportunidad de mostrarse en todo su esplendor. El coreógrafo sabe aprovechar a la perfección la enorme capacidad comunicativa de Lola. Era obvio que su exposición venía de adentro, así lo sintió y así nos lo transmitió. En buena parte, esa actuación sublime de Lola se debe a la incitación de Velasco, que en un personaje sobrio y áspero supo darle una exacta y rigurosa réplica.

El otro trabajo de Cué es un solo, «El cisne», con música de Saint Saens. En la soledad aparece un cisne-hombre moribundo que tras algunas dolorosas evoluciones pliega contra el suelo sus alas. Con un halo de misterio el coreógrafo construye poses y pasos basados en el vocabulario clásico siempre con afán de belleza. El cisne fue interpretado por David Makhateli, que matiza y recalca cada paso, si bien en esta ocasión el georgiano no llegó a alcanzar la tensión emotiva que ha vivido en otras actuaciones.

Concluyó el programa con Rojo y Frometa en la versión de Araujo de «La Esmeralda», original de Perrot, revisada y reconstruida por Petipa, del que lleva su sello. La bailarina madrileña puso el broche de oro. Exhibió su extraordinario rigor técnico, riqueza de acentos y seducción. Aportó autoridad, frescor, vivacidad y energía. Sus extraordinarios alardes de virtuosismo son difícilmente superados. Los equilibrios del adagio, las piruetas de la variación y los formidables «fouettés» de la coda (en esta oportunidad escogió una serie de dobles con triple en vez de los cuádruples que le hemos visto en este mismo escenario) sin duda la colocan en la cumbre actual del ballet. Frometa demostró sus dones técnicos, principalmente en sus saltos.

Es un privilegio poder ver en Oviedo a Tamara Rojo una estrella mundial del ballet en el momento culminante de su carrera. En sus tres apariciones del martes por la noche pudimos recrearnos y gozar de sus múltiples facetas. La magnificencia en la cima del academicismo clásico, el lirismo poético y la exuberancia del virtuosismo. A lo largo de toda la función los bravos y las ovaciones unánimes fueron constantes y apasionadas, al final continuaron durante muchos minutos ya con los espectadores puestos en pie.