«Los Gavilanes» pixuetos que en 2007 se estrenaban en el teatro Campoamor pocas posibilidades tienen de «volar» a otros escenarios; deben ser rentables desde el nido, ya que el éxito de la adaptación de la zarzuela de Jacinto Guerrero está asegurado entre público asturiano. Así se comprobó el martes, en la reposición del montaje que ahora cerrará el XVII Festival de Teatro Lírico Español. Evidencias aparte, el contenido musical es lo que da peso, frente a la trama, a la obra, que permite ser transportada de época y de lugar sin dificultades. Desde luego, el contexto asturiano de mediados del siglo pasado le va bien. En la producción de firma ovetense, un indiano hecho un «Don Juan» llega a su Cudillero natal, tras haberse enriquecido en las Américas. Todo allí son homenajes al recién llegado, que terminará por comprender que el dinero no lo es todo. El dinero no puede comprar la juventud ni el amor. Aunque esperanzador, el final no deja de ser un tanto agridulce. La historia de amor que originó el argumento no termina de sellarse.

Excepto cambios nimios en el montaje y los consecuentes nombres nuevos en el reparto, la producción se mantiene intacta y los resultados son los mismos: el tenor Alejandro Roy como el gran triunfador de una zarzuela con la que el público se identifica a través de los nuevos aires que da la producción. La revisión dramática, a cargo de Arturo Castro, introduce un nuevo regionalismo con textos dominados por el acento asturiano y costumbres populares. Se dibujan personajes tipo sin abandonar el tono característico de la zarzuela, con un humor bien conducido y respetuoso. La revisión del texto, con sus añadidos, no obstaculizan la comprensión de la trama original, aunque otra cosa es que verdaderamente la enriquezcan.

La escenografía, de Luis Antonio Suárez, es de pocas opulencias, pero la flexibilidad de sus medios, junto con las luces de Rafael Rojas, logra recrear ese pueblo de Cudillero idealizado con elementos representativos. Juan el indiano hace su entrada en el lujoso «haiga» que preside buena parte de la escena, tras enmarcar con imágenes grabadas su destino, adonde llega para quedarse. Así arranca el primer acto, que en la función del martes apareció debilitado en la parte musical, como pudo comprobarse en los desajustes entre la orquesta y las voces. La orquesta se estabilizó pasado el preludio, a partir del cual, la «Oviedo Filarmonía» respondió con creces a las directrices de Henry Raudales, que en definitiva pareció más preocupado en el manejo de los tiempos para el embellecimiento de las melodías, que en sacar todos los colores a una instrumentación rica en texturas y timbres, con sentido dramático. Por otro lado, en el primer coro de pescadores la Capilla Polifónica apareció insegura y poco empastada entre sus cuerdas, aunque todos estos aspectos que tuvieron que ver con la parte musical se solventaron definitivamente a partir del acto segundo, en el que el telón se abrió con renovada agilidad.

Desde el punto de vista dramático, cabe mencionar dos momentos en los que dio la impresión de desestabilizarse el discurso. Uno corresponde al encuentro entre las dos parejas de enamorados, si puede decirse así, justo al final del primer acto. El texto de Adriana, en respuesta al menosprecio de Juan, rompe la intensidad de la escena, que continúa con la espectacular presentación de Gustavo, encarnado por Roy, en plena platea. Otro es el hechizo de Leontina, que se convierte en un monólogo de corte expresionista poco inteligible y de dimensiones excesivas. Eso sí, genial la aportación del personaje de la abuela, cruel e implacable, en la piel de José Antonio Lobato.

En lo que se refiere al elenco, Roy sumó un nuevo éxito en el Campoamor. El impacto que Gustavo logra la primera vez que entona su copla, desde fuera de la escena, se distingue de la presentación de otros personajes. La romanza «Flor Roja» fue el mejor ejemplo del gran momento vocal que atraviesa el tenor gijonés, de voz espléndida en todas sus características. En el enfrentamiento con Juan, Gustavo logró además imponerse en el acto intermedio. Mientras que, en el último acto, el dúo entre Gustavo y Rosaura supuso otro de los grandes momentos líricos, en beneficio también de Laura Sabatel. La soprano, si bien terminó por convencer en su papel, tuvo una presencia más limitada, con un camino por recorrer todavía en lo vocal y en lo dramático, del que se espera que el Campoamor sea testigo. Sin duda, el último acto fue de Adriana, representada por Amparo Navarro, en ese dúo de emoción efectiva en el que se despide de su hija. Javier Franco, el Gavilán, encabeza el cuarteto principal, como un Juan contundente y de medios sobrados para hacer frente a su parte vocal.

En la selección actoral, brilló como siempre Luis Varela, regalando los mejores momentos cómicos -como en el discurso ante la inauguración de la placa-, y haciendo gala al fin de su capacidad dramática, como en los desencuentros con el indiano.

Tampoco se quedó atrás Manuel Tejada en su rol del Sargento Menéndez; y la pareja formada por Tere Quirós y Alfonso Aguirre, como los cuñados del ricachón, sacaron punta a sus personajes. Hay que reconocer también el trabajo del grupo de mozas, encabezadas por las sobrinas del protagonista, que estuvieron interpretadas por las asturianas Verónica Gutiérrez y Helena Alonso. Todos se suman al pensamiento final: «No importa que llore este viejo si sabe sembrar bien con su dinero».