Cuando en los días previos a un estreno se escucha alto y claro por parte del director de escena o de su entorno que ha buscado un enfoque minimalista o que su acercamiento a una obra determinada es, antes que nada, conceptual y afirmaciones en esta línea, entonces hay que echarse a temblar. Por desgracia, esta palabrería suele estar muy al uso para enmascarar la falta de ideas o para tratar de colar un montaje «low cost» como si estuviésemos ante algo muy relevante y esto pudiese pasar desapercibido.

Algo así ha pasado con esta nueva producción de «Il trovatore» de Giuseppe Verdi, realizada entre cuatro teatros: la Ópera de Oviedo, el Liceo de Barcelona, el Capitole de Toulouse y La Llotja de Lérida. Sorprende un resultado global tan mediocre en un director de escena del talento de Gilbert Deflo, del que, puedo dar fe, he visto producciones muy interesantes y que es un hombre de teatro cabal y con experiencia en los mejores teatros. Sin embargo, en este «Trovador» el patinazo es antológico.

Para empezar, no es justo hablar en propiedad de una producción escenificada. El resultado se acerca más a una especie de «semiescenificado con juego de luces incluido» que a una versión en condiciones. ¿Dónde está aquí el menor atisbo de dramaturgia? Los cantantes salen a escena como postes, con movimientos encorsetados -¿de verdad alguien se puede creer, como escribe el propio Deflo, que se liberan «del peso y del "pathos" de los gestos melodramáticos para construir un juego de signos límpido»?-. Y, claro, con este panorama, los amantes del canto articulado en la corbata de la escena, brazo derecho al pecho y el izquierdo en alto estuvieron en su salsa.

Es innegable que la construcción dramática de «Trovador» es tan complicada como la propia historia. El libreto de Cammarano y Bardare -sobre el drama de Antonio García Gutiérrez- tampoco ayuda mucho en su confusa condensación, pero debe existir un camino medio entre la caspa y los acercamientos más transgresores. Una fórmula tradicional, por ejemplo, que cuente la historia con la garra y el fuego pasional que la música emana desde el foso. Aquí con Deflo uno se queda con la sensación de que nada pasa y que tiene el mismo peso dramático un suicidio que hacer una tortilla de patatas. No ayudan tampoco una iluminación plana hasta decir basta de Joël Hourbeigt ni un vestuario que ni sacado de los «clicks» de Playmobil, firmado por William Orlandi.

No pasará tampoco a la historia la coreografía al modo de los «sbandietori» de mi admirado Micha van Hoecke (autor de la magnífica dirección de escena del último «Macbeth» que vimos en el Campoamor). De todo el entramado escenográfico, sólo merecen destacarse los telones de seda de rasgo oriental (también de Orlandi) que sirven de marco a la acción, y el pasaje más conseguido llega al final, en la desnudez escénica del último acto. O sea, que de minimalismo, poco o casi nada, y de vacuidad y superficialidad, a raudales.

Ante semejante perorata pensarán ustedes que la función de estreno fue un fiasco. Pues de eso, nada. Todo lo contrario, un éxito en condiciones, cuyo valor se acrecienta tratándose de un título emblemático del repertorio carbayón ante el que el respetable siempre está de uñas.

Las ovaciones fueron intensas para todos (Deflo incluido, que salió más contento que unas Pascuas a resarcirse del monumental abucheo que cosechó -con retransmisión televisiva a toda España incluida- en el estreno de la producción en el Liceo barcelonés). La razón es muy clara. El público valoró especialmente el trabajo de un buen reparto que sacó adelante el título con energía y ganas, que se entregó a tope ante una obra en la que nadie se puede escapar. Cualquier aficionado conoce a la perfección que las exigencias vocales de «Trovador» son enormes. En la velada del estreno los intérpretes supieron sacarlo adelante con dignidad admirable. Siempre se pueden poner reparos ¡y más aun cuando de Verdi hablamos!, pero la sensación de conjunto fue muy buena y acabó por catapultar la sesión al éxito.

Entre el reparto figuraban intérpretes que ya habían dejado buen recuerdo en Oviedo en anteriores ocasiones. De entre todos ellos sólo la soprano Hui He debutaba en el Campoamor. Y se convirtió en la gran sorpresa. Cantó una Leonora importante, con personalidad. Su materia prima vocal es impactante y la maneja con una técnica de la mayor eficacia. Sólo algún agudo un pelín abierto o alguna rigidez en la coloratura se les puede achacar a sus intervenciones, que, por otra parte, transitaron por la excelencia en numerosos pasajes ya desde el hermoso «Tacea la notte placida» inicial. Fue un verdadero placer escuchar su amplitud vocal y la capacidad para hilar en el registro agudo en piano con enorme refinamiento. Sensacional.

Encontró en la otra protagonista, la mezzosoprano Elisabetta Fiorillo, una verdiana de altos vuelos, marcando ambas el cénit vocal de la velada. La cantante italiana ha sido una de las especialistas en Verdi más destacadas de su generación. Ha cantado este papel en innumerables ocasiones, y lo ha hecho con los mejores y en los grandes teatros. Su conocimiento del mismo apabulla en la riqueza de matices, en el vigor expresivo de su registro grave, que llega a emocionar, aunque la zona de paso se perciba un poco más de lo que debiera, un pequeño peaje a pagar por ese esplendor en los graves, a día de hoy sin competencia. Da igual, tiene tantas cosas que decir como Azucena y está tan interiorizado el personaje que deslumbra en la creación del mismo.

Verdiano ya experimentado es también Walter Fraccaro, tenor vinculado al Campoamor desde los inicios de su carrera y que ahora regresó con un Manrico muy seguro de medios vocales. No tiene Fraccaro una voz de color especialmente hermoso, pero con el paso del tiempo ha hecho de la necesidad virtud y ha construido una carrera muy seria, en teatros de referencia. Manrico es uno de los papeles que mejor ha incorporado. Lo afronta con tranquilidad y eso se transmite. Sabe cruzar por el Rubicón que supone para todos los tenores el «Di quella pira» -en el que tantos naufragan- y lo hace con astucia e inteligencia. En conjunto, su trabajo está a buen nivel. También debe consignarse una calidad contrastada al barítono Dalibor Jenis. Cantó un Conde de Luna impecable, aunque su vocalidad no se pueda catalogar como especialmente verdiana, ni por color ni por timbre su voz tiene la nobleza de los grandes barítonos verdianos -por otra parte, hoy por hoy, más bien escasos-, lo cual no es óbice para destacar su adecuada prestación en este caso. Afrontó con su característica templanza el bajo Stefano Palatchi el papel de Ferrando. El bajo siempre es garantía de buen hacer y mantiene su seriedad con buenas intervenciones.

El resto del elenco se quedó en una discreta corrección, mientras que el Coro de la Ópera de Oviedo fue un elemento que sumó y mucho en un trabajo muy significativo y bien planteado. Funcionó, además, muy bien el efecto del coro desde el «hall», que siempre deja en la sala una sensación mágica. El director musical Julian Reynolds afrontó la partitura con energía un tanto desmedida. Siguió bien a los cantantes, pero no controló todo lo que debiera el balance foso-escena, lo que provocó algún desajuste en el primer acto y un abuso del forte en demasiados momentos -para hacer un buen «Trovador» no es requisito imprescindible dejar sordo al personal-. Obtuvo, no obstante, hermosos detalles de la riqueza orquestal verdiana de una «Oviedo Filarmonía» disciplinada y de prestación solvente.

Insisto en que la clave del correcto resultado global residió en que la idea musical estaba clara desde el principio y esto permitió el brillo de las individualidades, a lo que se añadió el minucioso cuidado tanto de los dúos como de los números de conjunto. En esa labor de equipo la cosecha dio sus mejores frutos.