El compositor checo Leos Janacek se ha instalado desde hace décadas en la normalidad del repertorio de los teatros de ópera. La genialidad de buena parte del catálogo lírico ha impulsado con fuerza su asentamiento en los circuitos y en Oviedo, por fortuna, su presencia en la cartelera ya va dejando de ser una singularidad. Tras el éxito de «Jenufa» en 2005, le llega ahora el turno a otra de sus obras maestras, «Katia Kabanová», que, como aquélla, no es título complaciente en cuanto a temática. En «Kabanová», ópera de madurez, estamos ante una depurada construcción musical en la que el músico, también autor del libreto basado en «La tormenta» del ruso Alexandr Nikolaievich Ostrovski, utiliza una economía de medios absoluta para contar el drama íntimo que azota a la protagonista.

El turbador caos emocional que envuelve a Katia es fruto de una sociedad determinada que, como en «Jenufa», acaba siendo el motor que desencadena la tragedia. Nada es casual. El telón de fondo pequeño burgués se describe con breves pinceladas que crean una atmósfera asfixiante (el matrimonio de conveniencia de Katia con Tijon absolutamente dominado por una madre castrante, obsesiva e hipócrita; la única ventana por la que atisbar un halo de esperanza a través del amor, la complicidad de los más jóvenes, la sociedad que cerca con una moralidad en la que cualquier indicio de piedad no existe en un concepto religioso inflexible, y la culpa que lleva a la locura y a la muerte como única salida expiatoria, pasando por la violencia de género, en una tortura que es tan física como psicológica). No acude Janacek para trazar este fresco al desgarro excesivo. En buena parte de la obra domina una premeditada concepción formal austera, desprovista de grandes alardes en pasajes vivaces, muy contrastados, a los que suceden otros de sesgo expresionista, de mayor dureza conceptual. Es por ello una ópera especialmente difícil de sacar adelante para todos. Exige al reparto un notable trabajo musical y actoral, una dirección de escena que cuente bien la historia de forma lo más depurada posible y, desde el foso, claridad de ideas para domesticar el caudal de texturas musicales que Janacek propone, sumando ideas de la tradición, en un lenguaje personal, con sello inconfundible.

Funcionó muy bien, en el estreno del domingo, el planteamiento musical de Maximiano Valdés. Rehuyó con acierto del efectismo que erróneamente se busca a veces en esta partitura y enfocó una lectura de la misma refinada, con los adecuados contrastes, ajustada con la escena y al servicio del reparto. La Orquesta Sinfónica del Principado de Asturias respondió con corrección al reto, aunque en el inicio de la velada se percibieron inseguridades y algún problema de afinación que, al poco, se fue solventando. Consiguieron, en líneas generales, un buen resultado, de notable tensión dramática, aunque tengo la certeza de que, de una orquesta de la calidad de la OSPA, se puede esperar un trabajo aún más perfilado -de hecho, junto a Valdés hemos tenido ejemplos soberbios en estos años- que, seguramente, llegará en el resto de las funciones.

Valdés trabajó en una línea compacta con la propuesta dramática, ensamblando muy bien la visión de conjunto, y el director de escena inglés, Tim Albery, desarrolló en esta producción de la Ópera North una línea de trabajo simple, centrando la intensidad de la trama en la construcción de los personajes, también sin necesidad de forzar nada ni deslizarse por el camino fácil del tremendismo escénico. Hay en su planteamiento (fantásticamente realizado en Oviedo por Frederic David Wake-Walker) un aroma a drama lorquiano en su resolución teatral. Se apoya en una escenografía funcional y en un vestuario preciso y sobrio de Hildegard Bechtler y en una iluminación de Peter Mumford esencial en sus acentos tenebristas, en el claroscuro y el juego de las sombras para crear una sensación de opresión, todo ello con una gama cromática limitada, fría y acerada.

El drama se condensa, y los tres actos se desarrollan sin pausa, lo que ayuda notablemente a mantener la tensión dramática sin dar respiro a la angustia vital de los personajes. No se puede contar más con menos y se hace a través de un trabajo de actores minucioso, muy cuidado desde el eficaz Coro de la Ópera de Oviedo hasta los personajes secundarios y los principales. Albery diseña un mecano en el que cada pieza va encajando al milímetro y en el que el trabajo coral se convierte en un elemento básico sobre el que se asienta la eficiencia de su acercamiento a los claroscuros morales que llevan a la locura y al suicidio, a la tragedia a la que la sociedad asiste ensimismada y casi diría que complacida.

Todo ese «tsunami» emocional no da tregua. Es un universo cerrado (en el cual la naturaleza sólo aparece esbozada simbólicamente), una olla a presión que revienta por el elemento más débil, ahogado en su rebeldía frustrada, atrapado en un callejón sin salida.

Pese a que el reparto general ha tenido que hacer frente a varias cancelaciones notables, las sustituciones han funcionado a buen nivel en una prestación global muy estimable. Janice Watson es una experimentada Katia. Construye la evolución del personaje con refinamiento, quizás excesivamente fría al principio, pero sobre la sobriedad de partida va dejando que fluyan la pasión y el arrepentimiento que lleva a la locura. Vocalmente no deja ver problemas, aunque, a veces, se eche de menos un poco más de flexibilidad en el registro agudo. Como contraste, Agnes Zwierko saca a flote a la feroz Kabanija con el adecuado punto de maldad, sin exagerar. Encaja bien vocalmente los requerimientos del personaje y sus prestaciones escénicas están perfectamente adecuadas.

Fantástico el imponente bajo ruso Vladimir Matorin que cantó un Dikoi sobrado de medios y también con buena línea el acobardado Tijon de Guy de Mey. Ludovit Ludha fue un Boris entregado y convincente, si bien un tanto justo de volumen en algunos pasajes, mientras que Finnur Bjarnason, que tan buen recuerdo dejó con su debut en el Campoamor hace cuatro años en «The turn of the screw», refrendó su estupenda capacitación mediante un Kudriash cantado e interpretado con un entusiasmo que compartió con la vivaz Varvara de la mezzo Stella Grigorian. José Manuel Díaz destacó y mucho como Kuliguin y María José Suárez, como siempre, impecable esta vez como Feklusha y correcta la Glasha de Gleisy Lovillo.