Al margen de la tuna sucedían otras muchas cosas a las que hoy también quiero referirme, teniendo siempre como fondo aquel Oviedo de hace casi medio siglo.

Como decía, llegué al Colegio Mayor Valdés Salas en el curso de 1968-69 y por dar una visión general de aquel mundillo, diré que la vida allí era sencilla y hasta disciplinada, como solían ser las cosas entonces, dentro de un buen ambiente de camaradería. Había algunos que estudiaban mucho y otros que no «rascaban bola», y entre ambos existía una «clase media», numerosa, que compaginaba ambas posturas. En cuanto a la comida, salí perdiendo con el cambio de la pensión Elvira, porque, aunque el reglamento colegial decía que era «sana y abundante», creo que exageraba un poco. También, pero con poco ímpetu, se practicaban algunos deportes y había, incluso, algunos tímidos conatos de actividades culturales.

Existía una capilla y un capellán que oficiaba diariamente la misa, aunque con pocos fieles. Hace poco se ha celebrado el Miércoles de Ceniza y Chema, el de la Mar del Medio -antiguo colegial- me recordaba en este sentido que aquel año el que ayudaba a misa en la capilla comentó que el cura, como nunca iba nadie, apenas si tenía ceniza. La noticia corrió por todo el colegio y provocó que ese Miércoles acudiésemos todos a la capilla con el consiguiente apuro para el pobre hombre, que no tuvo suficiente. Era una buena persona, espero que nos haya perdonado por aquello.

Junto al hall de entrada había un amplio salón de estar donde se leía la prensa, se jugaba al tute y al parchís y se hablaba de todo menos de política porque entonces no se llevaba. Al no haber bar tomábamos café en la cercana cafetería San Francisco, adonde también acudían los colegiales de San Gregorio y algunas mocitas de residencias cercanas, por lo que el ambiente era gratificante; también me gustaba ir a la Casa del Estudiante, perteneciente al desaparecido SEU (Sindicato Español Universitario), situada en la planta baja del edificio de LA NUEVA ESPAÑA, donde el ambiente también era bueno aunque de público más numeroso.

Al poco tiempo contaba ya, en el Valdés Salas, con un selecto círculo de conocidos entre los que se encontraba un sujeto curioso -no diré su nombre- estudiante de Geológicas o de Minas, no estoy seguro, apodado «El Peluca», porque llevaba la calva hábilmente arropada con los pocos pelos que le quedaban alrededor; era buen torero de salón, conversador incansable y de imaginación portentosa.

Haciéndonos un favor, nos propuso a otro y a mí que le acompañáramos, a primeros de diciembre, nada menos que a Alemania a ver a su novia alemana bajo la promesa de que Gunilda - así se llamaba- nos iba a presentar a las más bellas valquirias de su Universidad, nos alojaría en su casa y no tendríamos de que preocuparnos porque era muy rica.

Yo, que para los asuntos de faldas era un poco débil (cosas de la edad) y porque además quería ver mundo, acepté rápidamente y lo mismo el otro, del que tampoco diré su nombre, no sea que no le guste.

Llegamos a Alemania con un frío espantoso y sin un céntimo porque lo del «auto-stop» no funcionó y nos gastamos todo en el tren. Allí Gunilda, de muy mala gana, nos metió a presión en el pequeñísimo apartamento en que vivía. Compartíamos los cuatro la única habitación; el «Peluca», como era el novio, dormía en la cama con ella, y nosotros en dos colchonetas en el suelo, a ambos lados. He de decir que Gunilda, aparte de fea y antipática, estaba gordísima, por lo que la llamábamos «Gunilda vaca linda», y por todo ello no nos producían ninguna envidia los trajines nocturnos que se traían. Estuvimos allí una semana y de las bellas valquirias que se nos habían prometido nada de nada, sólo comíamos pan y salchichas y bebíamos cerveza -más bien poca- gracias a la «generosidad» de «Guni», que así le gustaba que la llamáramos y, claro, había que darle gusto.

Resultaría imposible recoger aquí las numerosas anécdotas, algunas buenísimas, otras no tanto que nos sucedieron en aquel desgraciado viaje. Para regresar tuvimos que recurrir a la buena voluntad de los compañeros del colegio que nos enviaron, a título de préstamo, algo de dinero, aunque tan escaso que solo dio para llegar a San Sebastián, donde, agotados y muertos de frío, nos recogió en una gasolinera, en plena noche, un camionero asturiano que nos dio unos bocadillos y nos trasladó hasta Oviedo. Su apellido era Alvaré, Transportes Alvaré, si vive y lee esto sepa que después de cuarenta y tres años aún le estoy agradecido.

Al poco tiempo terminamos olvidando la jugada del «Peluca» y la vida continuó con su rutina habitual: clases por la mañana, vinos a mediodía en el bar Azul, Tuto o en el Manantial, y estudio por la tarde en la biblioteca. De todas formas lo del viajecito corrió como la pólvora por aquel mundillo estudiantil, corregido y aumentado, y con el consiguiente cachondeo general, sobre todo en el Valdés Salas, donde sólo faltó que nos sacaran cantares.

En este punto quiero recordar a algunos de los que fueron mis profesores en la vieja Universidad, donde entonces se encontraba la Facultad de Derecho: D. Manuel Iglesias Cubría, «El Maestro», catedrático de Derecho Civil y gran abogado, de quien más tarde tuve la suerte de ser pasante; D. Luis Sela Sampil, decano y catedrático de Derecho Internacional; D. Luis Blázquez Fabián, profesor ayudante del anterior y buen abogado; D. José M.ª Serrano, catedrático de Derecho Procesal, personaje singular, y D. Ignacio de la Concha, «El Infanzón», catedrático de Historia del Derecho que aunque no me dio clase me caía bien. De todos ellos guardo un grato recuerdo. Creo que fue un lujo hacer la carrera en un sitio como ese. A veces cierro los ojos y pasan por mi memoria las imágenes del viejo claustro con la estatua de Valdés Salas en el centro, en cuyo pedestal me gustaba sentarme entre clase y clase y contemplar, también, a las de Filosofía y Letras, cuya facultad estaba entonces en la primera planta. Hoy todavía recuerdo el sonido cascado de las campanadas del reloj y veo a Pepe, el jefe de los bedeles, en su pequeña oficina al lado de la escalera principal; también a mis compañeros -guapísimas ellas- en aquellas aulas varias veces centenarias. No he olvidado a ninguno gracias, sobre todo, a la magnifica orla de Dolsé que me ha acompañado siempre, promoción 1964-69. En ella se encuentra alguien muy especial, alguien que no soportó el peso de la vida y, tristemente, decidió abandonarla cuando más bonita debería haber sido para ella. La conocí bastante y por eso hoy, desde aquí, le rindo este pequeño homenaje del recuerdo y allí donde esté, le envío todo mi afecto.

A principios de aquel curso encontré en la Facultad a un antiguo compañero de colegio de Madrid, Federico Platar, que venía a estudiar o más bien a terminar Derecho. Era hombre de «posibles» y ya metido en el mundo de los negocios. Traigo este encuentro a colación porque aquel año Federico -no sé si en sociedad con alguien más- inauguró en Oviedo un sitio muy especial que todos los de aquella época recordarán, me estoy refiriendo a Canary, en la calle Foncalada. Era algo más que una buena discoteca, bien decorado, elegante y con buen ambiente; marcó un hito en la vida social del Oviedo de entonces porque no había nada de ese tipo, aunque un poco caro para estudiantes.

Por allí pasaban los sábados por la noche las mejores atracciones del momento. Aún recuerdo, por pintoresca, la actuación de D. Jaime de Mora y Aragón, un gran pianista que como recordarán era hermano de la reina Fabiola de Bélgica, personaje excéntrico pero interesante; llegó a Canary vestido de frac, con monóculo y chistera y sentado en el asiento trasero de un humilde Seat 600 conducido por un chófer uniformado que le abrió la puerta y se quitó respetuosamente la gorra ante el asombro de todos los que estábamos en la entrada.

También y sobre todo me acuerdo de la actuación de Rocío Jurado cuando casi era una desconocida. Estuvo en Oviedo acompañada de su madre y también de su agente, quien casualmente era amigo de Luis Foix, mi íntimo amigo, por lo que ambos fuimos invitados al evento. Compartimos todos una mesa junto a la pista de baile, con el local lleno a tope. Rocío tendría entonces unos veintitantos años y estaba guapísima. Terminada la actuación, a lo largo de la noche la invité varias veces a bailar para solaz mío, pero sobre todo para envidia de los numerosos compañeros que allí se encontraban. Muchos años después, ya en mi tierra, la saludé y aún se acordaba de aquella noche en Oviedo. Dios la tenga en su gloria.

Resultaría imperdonable por mi parte dejar pasar esta ocasión sin hacer alguna alusión a la tuna. Aparte de actuar en Canary en alguna ocasión, continuábamos con nuestras rondas nocturnas de los sábados, así como asistiendo a numerosas fiestas de pueblos, algunas tan emblemáticas como Les Comadres de Pola de Siero, en cuya plaza de abastos, llena a tope, actuábamos por invitación del Ayuntamiento.

Quiero dedicar un afectuoso recuerdo a un buen tuno y viejo amigo de Oviedo, Chema Combarro, de quien he sabido que se encuentra algo delicado. Fuimos inseparables en aquellos tiempos, tanto es así que nos llamaban San Tirso y la Catedral y es que, además, el era bajito y yo muy alto. Desde aquí le envío ánimos.

Como escribo desde la distancia ignoro el efecto que tendrán estos añejos relatos sobre los distinguidos lectores, quizás aburran a los que no vivieron aquel tiempo, o a lo mejor no, pero confío en que, al menos, servirán para reavivar los recuerdos de cuantos compartimos aquella época de la juventud .

A ellos, a la gente de mi tiempo, a mis compañeros de camino, conocidos o no, va dedicado este artículo.