Cuando recibía la noticia de que un miembro del Opus Dei asumía un cargo importante, San Josemaría Escrivá solía subrayar que a él le importaba muy poco la notoriedad profesional de sus hijos. «Igual me da que sea ministro o barrendero, con tal de que se haga santo en su trabajo», comentó a un cardenal amigo suyo cuando éste le felicitó por el nombramiento ministerial de un fiel de la Obra.

San Josemaría no hacía teatro ni hablaba por hablar. Simplemente se mostraba coherente con los objetivos del Opus Dei, la institución de la Iglesia católica que fundó en 1928. La idea es clara: buscar la santidad (el trato habitual y amistoso con Dios) en el marco del trabajo y de la vida cotidiana. Lo de menos es el tipo de profesión que se desempeñe, con tal de que se trate de un trabajo honrado y de que esa tarea se desarrolle por amor a Jesucristo, con mentalidad de servicio a la sociedad y con la mayor profesionalidad de la que cada uno sea capaz.

Por eso San Josemaría se alegraba al hablar con Carlos Martínez, o al recibir cartas suyas. Porque este ovetense, nacido en 1920 y fallecido en el año 2000, encarnó con mucho empeño el espíritu de santificación del trabajo que aprendió del fundador del Opus Dei. Desde su pescadería, en largas jornadas que comenzaban a las cinco de la madrugada, se convirtió, sin alharacas, en un generoso difusor de alegría y paz cristianas. Para él, los clientes (clientas en su mayoría) eran ante todo personas a las que se proponía servir y ayudar, desde una honradez sin fisuras y un conocimiento profundo de su oficio.

Pero antes de asentarse en su profesión de pescadero, Carlos había dado muchas vueltas. Su vida se había visto sometida a una enorme cantidad de avatares que pedían a gritos ser plasmados en un libro y difundidos públicamente, como ahora se ha hecho. Un libro que se basa en los apuntes autobiográficos que, aunque redactados de una forma no sistemática, el propio Carlos Martínez dejó para la posteridad con una finalidad muy clara: testimoniar su gratitud a Dios y a San Josemaría por inspirarle un estilo de vida que le hizo muy feliz, aunque, desde luego, tuvo momentos muy críticos.

Nacido en la calle Foncalada e hijo de una familia numerosa y con escasos recursos, con nueve años ya hubo de abandonar los estudios y empezó a trabajar en una pescadería. Con diez años, formaba parte de la célula comunista de su barrio y por las noches vendía «Mundo Obrero». Apoyó el levantamiento de Octubre del 34 y conoció la cárcel durante la Guerra Civil. Había huido a Gijón y uno de sus hermanos fue fusilado por negarse a desvelar su paradero. Intentó hacer carrera literaria en Madrid, donde conoció a Cela y a otros escritores. Más tarde, se incorporó a la Legión.

De vuelta a Asturias, se enamoró de la hija de su jefe, contra la voluntad de éste. Hombre de coraje y profundamente solidario, Carlos se volcó en ayudar al colectivo gitano afincado en Lugones. Tras entrar en contacto con la Hermandad Obrera de Acción Católica (HOAC), comenzó a percibir las llamadas cada vez más apremiantes de Dios. Tras su conversión, en 1954 se incorporó al Opus Dei, institución a la que entregó su vida en el celibato, con la consiguiente renuncia a formar una familia. Desde entonces, desarrolló una intensa labor de apostolado cristiano, que tuvo como escenarios principales Oviedo y las cuencas mineras. Además, fue uno de los promotores de la Asociación Peñavera, de Oviedo, primera obra corporativa del Opus Dei en Asturias.

Éstos y muchos más detalles de la vida de Carlos están recogidos en el libro «Carlos Martínez, pescadero. Un revolucionario que se encontró con Dios» (Ediciones Palabra, 2011), del que son autores José Antonio Íñiguez y Pablo Álvarez. Su contenido queda muy bien resumido en una cita del propio protagonista que sirve de cierre a las poco más de 170 páginas del libro: «Como miembro del Opus Dei pude vivir la aventura del desarrollo del apostolado en nuestra querida tierra asturiana, que ha movido a tanta inconformista juventud y a tantos recios hombres de la cuenca minera. Una lucha contra la ignorancia y la pobreza, a favor siempre de la dignidad del hombre, y que ha tenido un núcleo muy representativo en el Centro Cultural Peñavera, que ha unido tantas voluntades y esfuerzos en esa oculta y prodigiosa epopeya de formar de cara a Dios a cientos de estudiantes y trabajadores. Eso sí, con una ayuda, la de la Santina, que, desde Covadonga, alentó nuestra tarea».