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La Malata se resiste al desalojo

Los habitantes del último poblado chabolista de Oviedo, que deben marcharse la semana que viene por orden del Ayuntamiento, piden "una casa para cada familia"

Milagros Marín prepara café en su chabola. IRMA COLLÍN

"No quiero ir a un edificio sólo de gitanos porque hay mucho lío y parece que nos quieren esconder. Yo lo que necesito es una casa para mi familia, para cada una de las que estamos aquí. Un sitio tranquilo donde no me llueva encima cuando estoy durmiendo". Milagros Marín vive en un estado de incertidumbre desde hace tres días, cuando la Policía Local le entregó un certificado administrativo firmado por el concejal de Urbanismo, Ignacio Fernández del Páramo (Somos), en el que se le informa que debe dejar el terreno de La Malata (de propiedad municipal) en un plazo de ocho días. En su caso, el límite se cumple la semana que viene.

Como Milagros, una decena de personas vive allí en condiciones muy precarias desde hace años. Algunas levantaron chabolas de cartón, madera y plástico con sus propias manos, y otras estacionaron carromatos y caravanas. El suelo sobre el que malviven está divido en cuatro parcelas de uso público que forman parte del Proyecto de compensación del ámbito urbanizable La Malata Sur, cerca de la antigua carretera de Oviedo a Lugones, en el límite con el municipio de Siero, y junto a las vías del tren.

Todos los habitantes están relacionados y se agrupan por familias. "Nos consideramos hermanos. Somos una piña", afirma con rotundidad Marcelino Marín, de 27 años, mientras su madre Milagros, de 43, prepara el desayuno. La mujer hace café de puchero en una cocina de gas butano. Dice que se apaña con eso igual que lo hace con velas, un generador y varias garrafas que llena de agua a diario en una gasolinera cercana. Sale de su chabola con la pota y las tazas en la mano, y reparte el desayuno entre los suyos. "Esto es café gitano del bueno", afirma muy orgullosa.

Ya con el estómago más calmado, uno de los patriarcas, Luis Motos, explica sus quejas y reivindicaciones: "Mire usted, estamos aquí por necesidad y porque no queda más remedio. Qué más quisiéramos que ir a una casa nueva, pero no nos la dan. Ni eso, ni nada de nada". Al ser preguntado por una antena de televisión colocada en el tejado de una chabola, afirma que "está de adorno, como si fuera una casa normal". Además, niega de palabra y con el movimiento de su cabeza que los servicios sociales les hayan ofrecido una vivienda alternativa. No opina lo mismo la concejal de Atención a las Personas, Marisa Ponga, (PSOE). Ella asegura que nadie tiene porqué quedarse en la calle. El Ayuntamiento pone a su disposición viviendas de emergencia, albergues, alquileres reducidos o residencias para mayores. "Estudiamos cada caso y les ofrecemos soluciones", añade la edil.

Según el informe de la Junta de Gobierno local, hay dos menores en La Malata, un niño y una niña de los que no se especifica su edad. Los habitantes sólo hablan del primero. El pequeño José Reinaldo García aparece detrás de un frigorífico oxidado y tirado en mitad del poblado. Dicen que tiene cinco años y que no está en el colegio porque "ayer llegó de viaje con unos familiares". El crío insiste en levantar el electrodoméstico y termina dándose un buen golpe. Le calma su madre, Asunción Jiménez, que le llama por su mote, "El Pirulo".

Los últimos de La Malata están convencidos de que sólo les sacarán de allí los antidisturbios. "No entendemos por qué nos quieren echar de aquí. No hacemos mal a nadie. No somos como los rumanos. Nosotros andamos recogiendo chatarra, plástico y palés, o cobramos la pensión no contributiva y de invalidez", claman a coro.

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