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Adiós a uno de los medievalistas más destacados de España

El sabio que bailaba el pericote

Ignacio Ruiz de la Peña pudo convertirse en personaje, pero nadie hizo más que él para mantener una familiaridad que hacía a todos llamarle Nacho

Ignacio Ruiz de la Peña, con montera picona, junto a su hija Isabel, vestida de llanisca. LNE

En Juan Ignacio Ruiz de la Peña Solar la devoción a sus maestros era un sentimiento verdadero y no una mera proclama retórica. Cualquiera que le haya conocido lo sabe bien. Si él los tenía por sus "acreedores principales", concepto que había tomado prestado de Ramón Carande, no era para huir de ellos, como se suele hacer de los acreedores, sino para proclamar la deuda contraída. Esa actitud quizá le definiera mejor que ninguna otra.

Recuerdo que, cuando Ruiz de la Peña ingresó en el IDEA, Eloy Benito Ruano, uno de esos maestros -el otro, no hace falta decirlo, había sido Juan Uría Ríu-, que le apadrinó en la ceremonia, aludió en su discurso de recepción a la juventud del nuevo miembro del Instituto, que se traducía en que en la Facultad donde impartía clases todos, incluidos sus alumnos, le seguían conociendo por Nacho, aunque, añadió, algunos empezaban a llamarle don Nacho. Pero esto último era más una exageración retórica de don Eloy que una realidad, pues Juan Ignacio Ruiz de la Peña Solar seguiría siendo para todos Nacho hasta el último de sus días, que, por desgracia, ha llegado demasiado pronto. Nadie hizo más que él mismo por que esa familiaridad se mantuviera. Tuvo oportunidades sobradas para convertirse en personaje, pero prefirió siempre ser persona. El joven brillante maduró sin llegar a perder la llaneza de los primeros años, construida con los materiales más nobles, entre ellos, la bondad.

Esa maduración personal le llevó a la sabiduría. Porque Nacho fue sin duda un sabio. De su especialidad científica, la Historia Medieval, hablan una amplia obra escrita y la labor docente de muchos años en la Universidad de Oviedo. Pero fue un sabio accesible y cercano, con el que siempre era un placer conversar. De su implicación en el mundo que le tocó vivir podrían hablar tanto los pronunciamientos públicos sobre asuntos polémicos, que nunca soslayó, como las aficiones, de las que la primera era el ciclismo, que seguía apasionadamente.

Todos sus rasgos personales confluían en un asturianismo de la mejor ley. Su amor por Asturias, que tenía como referencias históricas a los grandes nombres del pasado, desde Jovellanos a los miembros de La Quintana o a Aurelio de Llano, se plasmó en un conocimiento muy amplio de su región, del que dio muchas veces muestra en este periódico. Conocía muy bien Asturias, no solo en sus rasgos físicos -la había recorrido a pie en su juventud- e históricos, sino también en los caracteriológicos. De su maestro don Juan Uría había heredado el aprecio por el folklore, lo que, a su vez, le llevó a enamorarse del Oriente de Asturias, donde, según afirmaba, continúa siendo una expresión viva, en cuanto que sentida por todo el pueblo. Hace pocos años, convaleciente de uno de los achaques respiratorios que comenzaban a complicarle la vida, todavía se vistió de porruano durante la fiesta de Andrín, coincidiendo con el estreno de uno de sus nietos, en una de esas jornadas prestosas en que él e Isabel volvían a congregar a una familia unida por el afecto pero dispersa por las obligaciones profesionales. Igualmente vestido de porruano le había visto yo tiempo atrás bailar impecablemente el pericote. Que por entonces fuera vicerrector de la Universidad de Oviedo, no resultó un obstáculo. Si lo hubiera sido, él no seguiría siendo Nacho, como iba a seguir siéndolo hasta el final.

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