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Los cultivos del Paraíso

Ribera de Arriba, el Jerte asturiano

Un bol con cerezas. Pelayo Fernández

Cada vez que paso por la Calle Jesús, generalmente para ir al Fontán, recuerdo la historia, y me pregunto qué habrá sido de aquellas dos hermanas. Pero empecemos a contar desde el principio.

Antes de construirse la central térmica de Soto de Ribera, las orillas del Nalón eran un paraíso de la huerta, según cuentan los más viejos, y entre sus frutas dominaban con fuerza las cerezas. De hecho aún se puede ver, ya anciano, alguno de aquellos árboles que en su esplendor en nada envidiaban al valle del Jerte.

Las cerezas son pequeños milagros, que donde mejor saben es en el árbol. El Prunus avium puede alcanzar hasta los 15 metros de altura y, aparte de la época de la cosecha, posee dos momentos esplendorosos: la floración, en los días de abril, y el enrojecimiento de las hojas, como un incendio, allá en el otoño. Es un árbol de impacto que produce fruta deliciosa y es perfecto para un jardín, siempre que haya espacio, aunque puede optarse por patrones de poco desarrollo. Aunque frutal, es una especie ornamental, siendo los japoneses maestros en su cultivo, y en Asturias por suerte se da de forma silvestre. La maduración depende de como venga el año, pero en junio suelen estar en sazón. No es amigo de la poda -cicatriza mal-, y tiene algún problema con el pulgón, sobre todo las variedades mejoradas. Por si la belleza del árbol y la dulzura del fruto no fuesen suficientes, su calidad como comestible es portentosa, por su riqueza en minerales y vitaminas -especialmente la "C"- y sus grandes poderes antioxidantes. Reduce el ácido úrico y refuerza las defensas. Y con las cerezas se crean mermeladas y licores de asombro. Pero volvamos al hilo de la conversación.

Los seres humanos vamos pasando fases -infancia, juventud, adultez?-sin ver las fronteras entre ellas. No fue mi caso. Abandoné la infancia y entré en la pubertad un domingo de junio de finales de los sesenta a las doce de la mañana.

En la Calle Jesús de Oviedo había varias tiendas de ropa, y el matrimonio propietario de una de ellas, oriundo de la vega del Nalón, aun mantenía la propiedad, con la casa, la panera, y los cerezos. Un mes de junio -desconozco los detalles- aquel matrimonio invitó a mi padre, sastre y por tanto algo colega, con familia incluida, a visitar la vieja casería.

Yo era un rapacin de pantalones cortos y orejas grandes, con flequillo, y todo mi mundo era coleccionar cromos de las Aventuras de Pinín, jugar a las chapas, y los banzones, y ayudar de monaguillo suplente en San Tirso.

Aquella mañana me mandaron viajar en el coche de los dueños de la tienda, en lugar de en el de mis padres -cosas de mayores-. Y dentro me encontré con las dos hijas del matrimonio que nos invitaba.

Supe años después que la explosión atómica de mi alma se debió solo a un fenómeno bioquímico. El organismo de aquel rapacin atribulado, tras la visión de dos niñas-mujer guapísimas, decidió verter al caudal sanguíneo de Carlinos por primera vez unos centímetros cúbicos de ciertas hormonas que se llevaron por delante mi infancia como un maremoto.

Ellas vestían un pantalón blanco, y el coche tenía aparato de radio, que no era tan frecuente. Lo sé porque al volver para Oviedo drogado tras todo un día respirando a bocanadas el aire dulce de las dos hermanas, con el corazón lleno de amor puro, y de cerezas, por la radio sonaba una canción que yo convertí en himno de aquella tarde arrebatada: "Las tres de la noche han dado, corazón, y no dormí". Supe más tarde que eran Los Íberos.

Anduve tocando con mi armónica esa balada días y días, hasta que mi hermana amenazó con matarme.

A los dos ángeles no los volví a ver, y ellas nada supieron, pero cuando llegan las cerezas vuelvo a aquel domingo feliz. Sin duda ellas habrán vivido estupendas historias de amor, pues se las merecían. Si han tenido hijos, y alguno de ellos lee por casualidad este artículo les aseguro que sus madres fueron las mujeres más hermosas del mundo.

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