¿Es posible que el hecho de que José Cartón y su padre fueran los campaneros de la Catedral tenga algo que ver con que guardaran y transmitieran el secreto de las paxarinas, el amuleto mateín que aleja las tormentas? ¿Será porque su trabajo discurría en la torre, que fue destruida en dos ocasiones por los rayos? ¿Y por qué su nombre es recordado en el Tránsito de Santa Bárbara, a la que se invoca como protección contra las tormentas? No son más que especulaciones pero lo que sí es cierto es que varias generaciones de la familia Cartón se han ocupado de hacer y vender las paxarinas de San Mateo, que bendecidas por un canónigo de la Catedral deben mantener a quienes las poseen a salvo de las tempestades y, por extensión, de las inclemencias de la vida.

Virginia Cartón, la hija de José, lleva años sentándose el día grande de la fiesta a las puertas de la Catedral, tras un mostrador lleno de paxarinas. Aprendió a hacerlas con su abuela, jugando con la pasta y desde tan pequeñita que le parece que ya nació sabiendo. Ahora se trae a su hijo, José Luis, que ya se llevaba con ella siendo un bebé, en su sillita, y que ya es todo un hombre, y la acompañan también su marido, Jesús Ángel Pérez, y su cuñada, Tina Pérez. Ayer, durante toda la mañana, no pararon de vender las figurillas que Virginia empezó a modelar y hornear ya en el mes de mayo.

Virginia tiene un problema de visión y se gana la vida como vendedora de la ONCE. Esculpe las paxarinas casi a ciegas. Es imposible saber cuántas habrá hecho a lo largo de toda su vida. Cada año es lo mismo. A partir de mayo empieza con ellas, los sábados por la tarde, cuando vuelve de hacer la compra semanal se sienta en casa a hacerlas, hacia las cinco o las seis de la tarde, y preparando la masa, esculpiéndolas, pintándolas y horneándolas le da la una de la madrugada.

La receta de las paxarinas -que no son comestibles, algo que no todo el mundo tiene claro- es sencilla. Virginia Cartón no tiene inconveniente en darla: "Amaso agua y harina, la moldeo, la meto al horno, la baño en azafrán, la dejo secar, la baño en clara de huevo, la seco y la ato". Y así una tras otra, por cientos o quizá por miles, que eso sí es algo que Virginia no quiere revelar.

En los últimos años ha tenido dificultades para encontrar los lazos con los que se rematan las paxarinas. Antes se usaba seda, pero ya no se fabrica la que utilizaba, y la cambio por unas cintas de las que últimamente le cuesta encontrar los colores que le gustan. Antes no eran tantos -ahora las hay en azul, blanco, rojo, rosa y verde- y cuenta que fue "un Alcalde muy antiguo" el que le dijo a su padre que al menos tenía que usar el azul, que es el color de Oviedo.

Virginia las hace en varios formatos: una especie de perrito, una cesta llena de huevos y un hombrecillo, todos diminutos, por supuesto. Y asegura que además de combatir las tormentas colocadas detrás de una ventana, también se pueden llevar en el coche, como amuleto contra los accidentes, o ponerlas en la mesilla de noche para mantener la salud.

Su magia caduca al año. Llegado un nuevo San Mateo hay que sustituir la vieja por una nueva, y quemar la que ya no sirve. Nada de tirarlas a la basura, advierte Virginia, por que están benditas y los objetos bendecidos, cuando se rompen o ya no tienen utilidad, deben quemarse. Ella ha transmitido todo ese saber sobre las paxarinas a su hijo, así que esta tradición mateína permanecerá en el futuro en manos de los Cartón.