La fábrica de armas de La Vegas siempre tiene una cara oculta para la mayoría de los ciudadanos porque los muros con los que se valló el recinto hace justo ahora 150 años no dejan ver ni "el bosque" ni las verdaderas dimensiones de esta ciudad dentro de la ciudad. Pero en visitas como la que ayer organizaron las jornadas de patrimonio industrial, con María Fernanda Fernández como guía, el público no sólo puede entrar, ver y tocar algunas de sus naves. Las explicaciones de la historiadora ovetense sirvieron también para concretar detalles, matizar opiniones y poner en contexto histórico el recinto fabril.

La Vega, entre 1855 y 1858, el breve lapso de tiempo que va desde que se puso en marcha la fábrica hasta que salió del taller el primer fusil, ejemplificó, relató Fernández, un momento clave en los albores de la industrialización en Asturias, "cuando los trabajadores pierden su condición gremial y se convierten en obreros".

Antes de situarse en el arranque de la factoría decimonónica, las decenas de visitantes de la Jornada de Patrimonio Industrial recibieron de la historiadora una visión general (las zonas verdes de La Vega son más amplias que el Campo San Francisco y su superficie construida supera la de El Escorial) y unos antecedentes que no sólo tuvieron que ver con los conflictos con Francia y la concentración de los armeros vascos tan cerca de la frontera. "Si la decisión de llevarse a los armeros hubiera sido la de distanciarlos, podrían haber ido a otro sitio", explicó Fernández, "lo que primó es que en Asturias tenían otras cosas importantes para hacer armas: hierro, carbón y bosques". Esos artesanos vascos, pura asociación gremial, fueron los que luego se convertirían en obreros.

Mucho antes, (siglo XII) la fábrica fue convento y el recinto conserva de aquella época las portadas románicas integradas en la ermita que falseó Pidal a principios del siglo XX. Fernández dio detalles de los grifos en los capiteles o la decoración ajedrezada (taqueado jaqués) en uno de los frisos. Pero también habló de otro patrimonio que ya no está presente en el recinto pero que da la medida de la inabarcable huella histórica de La Vega. De ahí salieron desde el sepulcro de Doña Gontrodo (hoy en el Arqueológico) a un retrato de Franco de Paulino Vicente que en su día estuvo en "el cuartel" de la entrada y hoy podría seguir allí dentro.

Ese edificio, puro eclecticismo del XIX, que proyectaba poder y protección del conjunto, es uno de los que no se puede visitar en la actualidad.

La visita de ayer, después de la capilla, pasó a la fascinante nave que alberga el claustro barroco. En el exterior sigue en pie un busto en hierro de Isabel II para el que María Fernanda Fernández también tuvo unas palabras. Fundido en hierro, salido del taller de Bertrand, un apellido que seguiría, generación tras generación, instalado en Oviedo hasta la actualidad, la imagen muestra a la reina en el momento en que empezó la producción de armas en La Vega. Tenía sólo 17 años.

De la primera fábrica, tan pequeña que le bastaba la zona del antiguo claustro, se pasó a los primeros pabellones, en 1860. En ladrillo rojo, Fernández explicó algunos detalles importantes: los grandes vanos, la carpintería especial para que circulara el aire sin problemas con las hojas de las ventanas o las cubiertas metálicas de La Amistad (también de los Bertrand) que hoy siguen cubriendo las cunetas.

Otras naves fueron creciendo con los años, como el taller de limas, convertido en los últimos años de funcionamiento en la nave M1, una de las más grandes de toda La Vega. El futuro, aún por escribir, ya ha pasado por otros usos, y en la visita no se ignoró el detalle de esas pequeñas construcciones que ya se han convertido en el ficción ("El secreto de Marrowbone") en una tienda de alimentación en un pueblecito norteamericano.

La visita guiada acabó en la escuela de aprendices. Para Fernández representa "el patrimonio fundamental de la fábrica, el inmaterial, el del 'saber hacer". Desde 1927, contó, esta escuela irradió sus conocimientos al resto de Asturias. Y dentro de la fábrica, la decisión de permitir a los hijos de los trabajadores aprender de sus padres, estableció otra diferencia en los procesos de producción: "el linaje" .