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Visiones De Ciudad

Tres Oviedos en una capital

El conocimiento de otra ciudad desde la vida estudiantil de los primeros ochenta

El desaparecido cine Palladium. LNE

Alguien dijo en una ocasión que uno no es de donde nace, ni, como el buey, de donde pace, sino que, en realidad, uno es de donde hizo el bachillerato. Si esto fuera cierto, yo no soy más que un avilesino nacido en Gijón, militante sportinguista y residente en Oviedo desde hace más de treinta años. De ahí que pedirle a alguien con mi perfil una visión de Oviedo pudiera entrañar sus riesgos, que, con todo, paso a asumir deportivamente.

Mi primer Oviedo es la idealizada capital que veía con mis ojos de niño de barrio avilesino en tiempos de televisión en blanco y negro. Era esa urbe a la que mis padres me llevaban muy de tarde en tarde a ver a la osa Petra en el, para mí, inmenso Campo San Francisco. Era la ciudad de los "señores", frente a las de los aldeanos, como yo oía a mis mayores, donde había ópera, bombones de Peñalba, dos por uno de Al Pelayo, seminario, obispo y catedral. Era la calle Uría, la Diputación, el día de América en Asturias, las confiterías (Rialto, Camilo de Blas, La Mallorquina,?) En Avilés teníamos el Arbolón, pero ni se nos ocurría competir con aquel mítico Carbayón que, obviamente no conocí, pero que debía de ser algo descomunal, dado que llegó a ser más santo y seña de los ovetenses que la propia Regenta. En fin, que mi primer Oviedo era una ciudad distante, más bien tópica y seguramente muy próxima a la vetusta de Clarín.

Todo cambió a finales de los años setenta del pasado siglo, cuando mis, hasta entonces, muy esporádicas visitas a la capital, se volvieron mucho más recurrentes, en la medida en que yo mismo me convertí en un estudiante que pasaba buena parte de su tiempo en las aulas de una joven facultad de la vieja Universidad de Oviedo. Fue por aquel entonces cuando descubrí las librerías "de verdad" (Cervantes, Ojanguren, Santa Teresa,?), el Palladium (el cine de arte y ensayo por antonomasia), los conciertos de cantautores, el teatro alternativo,? todo un mundo underground tan distante de la ópera, del bombé, y del vodevil.

En el aula magna de aquel almacén de González Besada, reconvertido en Facultad de Económicas, nos llegamos a amontonar cientos de alumnos, cuando todavía se fumaba en las clases y uno llegaba de vuelta a casa impregnado en olor a discoteca. Eran los tiempos de la transición. Franco acababa de morir y el Oviedo universitario que yo viví entonces estaba muy lejos de aquel Oviedín del alma que me habían vendido. Puesto que mi vida ovetense se circunscribía a la Universidad, la nuestra era una existencia paralela, que combinaba las horas de clase y de estudio en la biblioteca con asambleas, reivindicaciones e inquietudes culturales. Parecía entonces que el PCE era la derecha (el PSOE, casi ni existía) y las asambleas las gobernaban aguerridos compañeros de la Joven Guardia Roja, trotskistas de la Liga Comunista Revolucionaria o maoístas de la Organización Revolucionaria de Trabajadores, siempre con algún toque asturchale de les Mocedaes Revolucionaries d'Asturies.

Recuerdo especialmente el año 1981, cuando mi profesor de Derecho Administrativo (Francisco Sosa Wagner, excelente docente que se haría especialmente popular para el gran público, mucho más tarde, como eurodiputado de UPyD) me quiso poner al frente de una de las más venerables instituciones de la ciudad. Señalándome con el dedo entre la multitud de estudiantes de cuarto, el profesor Sosa manifestó su interés en nombrarme arzobispo de la diócesis. Lástima, añadió, que no pudiera hacerlo en realidad, pues "carecía de competencia" para ello. Fue una curiosa manera de fijar en mí para siempre el concepto de principio de competencia. Poco después, el lunes 23 de febrero de 1981, estando yo preparando el examen de Derecho Administrativo que tenía esa misma semana (con la Constitución sobre la mesa), un compañero me vino a buscar muy excitado a la biblioteca. "Tira eso, que ya no vale", fueron sus palabras mientras me informaba de que Tejero acababa de entrar en el Congreso, con las consecuencias conocidas por todos.

En aquella Facultad de Económicas parecía hacerse la revolución, los estudiantes todavía no queríamos ser Mario Conde, sino que aparentábamos mayoritariamente aspirar a la justicia universal. Vivíamos en una burbuja en la que creíamos que la sociedad éramos nosotros y por eso nos resultaba inconcebible que las elecciones las ganara UCD, que la izquierda votada fuera el PSOE y que toda la vanguardia revolucionaria se hubiera quedado fuera del Parlamento. Cuando años después uno descubre que realmente los "rojos" llegaron al poder en el gobierno de Aznar, con ministros procedentes del PSUC, de Bandera Roja o del PCE no puede dejar de acordarse de algunos líderes revolucionarios de aquellos tiempos de Oviedo hoy reconvertidos en exitosos directivos de empresas. Cosas de la evolución.

Como en la vida, como decía el poeta "todo pasa y todo queda", se acabó mi etapa estudiantil y ya a finales de los años ochenta me instalé en Oviedo, como un residente más. Aquí vivo desde entonces, aquí nacieron mis hijas e hicieron su bachillerato, luego ellas sí son ovetenses y hasta del Real Oviedo (para desgracia de un padre que no dispuso de pin parental que las adoctrinase en la verdad sportinguista). Estos más de treinta años de residencia me hacen ver Oviedo con otros ojos, distantes del niño de barrio avilesino y del estudiante atolondrado por su caída del caballo camino de Damasco.

Ciertamente no me he convertido (sería imposible) en un carbayón militante amante de las esencias del Oviedín del alma. Sigo viendo con desagrado la persistencia de algunos tópicos de la idiosincrasia local que se manifiestan a diario en la vida de la ciudad o que han llevado a tomar decisiones que hipotecan más allá de lo razonable el futuro de la ciudad en el contexto asturiano. Estoy hablando de un cierto "clasismo", de un cierto "victimismo", y de ese grandonismo que dio lugar a engendros innecesarios como el Calatrava, el Palacio de los Niños o Villa Magdalena, la biblioteca más cara de la historia, por no hablar del Nuevo Carlos Tartiere, magnífico estadio de fútbol, donde no da el sol y parece imposible que algún día tenga un césped en condiciones que justifique el verdadero uso para el que supuestamente fue diseñado. Sin embargo, con todo, Oviedo es una ciudad agradable, tranquila, limpia y relativamente segura. Es, ante todo, una ciudad "vivible", nada agobiante, y con una vida cultural activa y diversa, a lo que colaboran tanto las administraciones públicas (con el ayuntamiento y la universidad a la cabeza), como una gran variedad de entidades privadas con iniciativas variopintas, desde Tribuna Ciudadana, referente cultural desde la transición, hasta establecimientos hosteleros, librerías, y Fundaciones, Clubs y Asociaciones de todo tipo.

El Oviedo de 2020, como, supongo, todas las ciudades, también cabalga sus contradicciones. Por ejemplo, resulta curioso que la muy noble, benemérita, invicta, heroica y buena (como marca su blasón), a la que yo añadiría (sin ánimo de ofender) conservadora y beata ciudad? celebre desde hace años su carnaval en cuaresma. Con todo nada de eso ha impedido que un avilesino nacido en Gijón y militante sportinguista como yo me sienta a gusto en esta capital de tantas caras desde hace más de treinta años.

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