No es este el mejor cartel de los que he tenido la oportunidad de cotejar, ni siquiera el que más me gusta. Es únicamente el que más me perturba. Passolini reivindicaba irónicamente el derecho del burgués a ser provocado y yo, modestamente, reivindico el derecho de la mirada a ser perturbada, incluso desde un cartel de fiestas, con o sin intención explícita del artista.

La secuencia de las imágenes parece homogénea en estilo y temática hasta este punto de inflexión que es el extrañísimo poster del 82. Su descripción es aún más alucinada que su observación directa. Su efecto lisérgico se intensifica de un modo insospechado al transformarse en recuerdo. Algo sucede aquí en los afectos porque algo siniestro sucede en la imagen que contemplamos: una pareja de danza ataviada con el traje típico se hunde, ante una flor hexapétala tallada en madera, en el azul primario de un Cantábrico en calma. Escribe Baudelaire que para el hombre que sueña frente al mar seis o siete leguas representan el radio del infinito. Bachelard nos dice que el ser consagrado al agua es un ser en el vértigo, que muere a cada minuto y sin cesar algo de su sustancia se derrumba. Las figuras se hunden serenamente, como corresponde al carácter flemático que Lessius atribuye a los que sueñan con lagos, ríos, inundaciones y naufragios.

Desde el cartel del 82 los objetos se rompen y las casas son toscas y feas. Desde el cartel del 82 los niños se tumban en el diván del analista mientras el río arrastra una boina raída. Festejemos, no obstante. Es nuestro deber bailar y reír, pues "desaparecer en el agua profunda o desaparecer en un horizonte lejano, asociarse a la profundidad o a la infinitud; tal es el destino humano que busca su imagen en el destino de las aguas".