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Alma de Oviedo

Cierta clase de rebeldía

El arquitecto José Llano mantiene junto a la avenida de Galicia el estudio en el que se estableció al llegar a la ciudad en los ochenta

Alma de Oviedo. Con el arquitecto José Llano. IRMA COLLIN

Del arquitecto José Adolfo Llano Menéndez se podría decir que ha interiorizado tanto ese mandamiento de su disciplina por el que todo elemento ha de cumplir una función y solucionar un problema que él mismo se ha construido en monumento. La pajarita, el sombrero y el pelo largo y cano en una coleta breve no disfrazan su paso ligero y su mirada tímida. La explican y la completan. La melena es una herencia de la educación sentimental de la Barcelona de los setenta, recuerdos del pelo largo de aquel estudiante de arquitectura que fue, aprendiendo la comodidad que daba la libertad de estar ocho años sin pisar la peluquería o de ponerse madreñas hasta para ir a la facultad. No era tan fácil cuando regresaba al territorio familiar de Cangas del Narcea, donde los mozos le querían quemar la barba con un mechero, o al Oviedo donde acabó recalando, que siempre miró mal su cabellera pero que él mantuvo como íntimo bastión.

La pajarita, en cambio, es una renuncia, pero esconde otra rebeldía. Su padre, Alipio, un chaval listo en la construcción que llegó a arreglarles a los frailes de Corias la cúpula y el cupulín de la capilla con tan solo un “winchi” y su destreza, acabó dejando el ladrillo para abrir la cafetería del Carbonero en Oviedo en los primeros años de la Transición. Después de aquel verano en que José Llano trabajó de peón de la familia en las obras del bar, acabada ya la carrera, tuvo su primer estudio en el altillo de aquel local, y ahí, inclinado sobre el tablero, manchado de lápiz, Alipio le exigió cierta formalidad: “Tienes que poner corbata”. Pero la corbata caía una y otra vez encima del tablero, entorpecía el trabajo, estropeaba los planos, y encontró en la pajarita la solución para dar gusto al padre y evitar la etiqueta convencional.

Eran los primeros ochenta cuando llegó a Oviedo, y no solo por el negocio del Carbonero que atendía tras la barra su madre, Lola. Su hermano, Emilio Llano, también arquitecto, su mellizo, y hasta ahí los parecidos, estaba ya en Oviedo. Fue de su mano como entró en una sociedad con Federico el de La Mallorquina, Eduardo Devesa, Pepe Cosmen y Alberto Lago para construir en una de las últimas parcelas sin edificar de la avenida de Galicia un solar que entonces ocupaba el bar El Uni. Disponían ya de un proyecto de Nicolás Arganza para construir un edificio de siete plantas. Vendieron pronto los bajos y la operación fue un éxito. Allí, en el quinto (a su hermano le tocó el sexto), sigue teniendo hoy el estudio, con un adorno que habla de su pasión por el arte y unas paredes rojas que disimulan su timidez. Llega pronto, pone un poco de música –blues, hoy John Mayall– y trabaja todo el día. La ceremonia diaria incluyó durante muchos años un café madrugador en el Dickens, luego Yuppi, más tarde en Sir Lauren’s, que él pretendía pasar con la nariz metida en el periódico pero que siempre propiciaba tertulia con los parroquianos habituales que se tropezaban a esas horas: Plácido el sastre, Divino el de los autocares, Manolo Morales el aparejador....

Enamorado de Oviedo, de su arquitectura, también del Calatrava, su casa mira al Campo y un óculo en una pared pone en la misma perspectiva la torre de la Caja de Ahorros y la Catedral. En esta ciudad encontró también, otra casualidad de la parada del Carbonero, a su mujer, Elena Díaz, de Langreo. Y aquí, en fin, Luis Vega le dijo que para esos ojos claros, tan vulnerables a la luz, sombrero siempre. No lo volvió a quitar.

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