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Alma de Oviedo

Alma de Oviedo: Nada por delante

Carmen Hidalgo mantiene a sus 101 años el arranque, genio y ánimo con el que exprimió su juventud, Guerra Civil mediante, y con el que encaró la muerte de su marido, Valentín Masip

Carmen Hidalgo, en el paseo de los álamos, con la torre de la Catedral al fondo. MIKI LOPEZ

No le queda a Carmen Hidalgo ninguna de aquellas calvas que le salieron cuando enviudó con 42 años y cuatro hijos. Tampoco tiene canas porque fue rubia siempre y se lo tiñe. Y si sorprende su arreglo, su coquetería, su presencia, en una señora que ya va rodando por los 102 años –en enero–, ella se sacude la admiración de un conocido que la sorprende en la calle, en plena entrevista, y lo reduce a una inercia inagotable y fabulosa: “Es la costumbre, me he acostumbrado a vivir así”.

Luego empieza a contar una vida asomada a las ventanas de la casa de Milicias Nacionales desde donde vio el tumulto ante la proclamación de la República y la marcha del Rey. A las del Cuitu, donde residió recién llegada de Sama, cuando todavía se accedía por una terraza de entrada a pie de calle. A la vivienda espectacular –“no sé cómo no se hizo ninguna foto”– que giraba alrededor de la claraboya del Banco Herrero, desde donde escapó por los tejados en el 34, o a los salones de la Casa Blanca, de los Peñalba, que alquilaba con sus amigas para las primeras fiestas después de la Guerra. Y uno se da cuenta de que a Carmen Hidalgo le cabe el universo en un pequeño espacio de esta ciudad. Y le sobra, por la minuciosidad y las ganas de contarlo, exprimiendo un poco los ojos y apretando las manos a medida que se divierte en la narración de esas peripecias: una de aquellas fiestas, entre servicio con cofia y manteles bordados, noviembre de 1939, coincidió con la semana en que se transportaba a hombros el cuerpo de José Antonio hasta El Escorial. Y como era semana de luto y no para poner “el picú” y bailar, el tío de una de aquellas señoritas denunció el sarao del “té dansant” –así lo llamaban–, y vino la Guardia Civil a ponerles una multa y les sacaron hasta en el periódico, sin mucho daño porque Carmen y su hermana Lelé utilizaron el Pérez ya perdido del apellido paterno y nadie se enteró de lo que había pasado.

Carmen siempre se salió con la suya. Incluso cuando decía que no. En una fiesta de largo del hotel Principado Valentín Masip quiso sacarla a bailar. “Él era muy de hacer tonterías bailando, muy saltapraos; yo contigo no bailo, le dije, porque no paras quieto”. Tampoco quería casarse. Prefería viajar, volver a casa y hacer otra vez las maletas. Pero después de tenerlo tres años rondando por la calle Fruela, acabaron pasando por la vicaría en San Isidoro. Fue una boda doble, la de ella y su hermana Lelé, algo nunca visto en Oviedo que llenó la plaza del Ayuntamiento de vecinos de todo el concejo para verlas. “Yo estuve en tu boda”, todavía le dicen.

Por tercera vez dijo que no cuando quisieron que Valentín Masip fuera alcalde, una maniobra, señala, montada por colegas de la profesión para retirarlo de un oficio que su marido monopolizaba por sus éxitos. “No había derecho a que le obligaran, él era muy sensible e iba a enfermar en el puesto”. Antes de que se cumplieran sus temores, no hubo persona en Oviedo más contemplada que Carmen Hidalgo de alcaldesa. No asistió a la toma de posesión y estuvo de nones en todos los actos oficiales: “¡Dejadme en paz!”, era su frase para espantar a un séquito que buscaba su apoyo para que la carrera de su marido siguiera en Madrid.

Valentín Masip falleció el 10 de febrero de 1963. Carmen prohibió la capilla ardiente. Recordaba haber visto de niña un entierro multitudinario de un arzobispo en León, vecinos depositando gallinas delante del féretro. No quiso el jaleo. Lo tuvo en casa mientras se cosían almohadas para poder recoger las tarjetas que se acumulaban a la puerta. Solo permitió que el cortejo entrara y saliera de la Casa Consistorial. Luego decidió que en vez de vivir con cinco, le tocaba seguir con cuatro, y que bastante tenían Antonio, Jaime, Maricarmen y Emma con haber perdido a su padre como para ponerse ella a llorar. Tragó para tener la casa animada. “Desde entonces decidí tomar esta vida, hay que retener lo bueno; y lo malo, ¡fuera, fuera, fuera!”.

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