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La mar de Oviedo

Lillo

Insisto desde hace años sobre la necesidad de cargar, enlucir y pintar el prerrománico y el post-románico, la vivienda rural de piedra, la de barro y paja y la de ladrillo. Paletos de la paleta picaron el mortero y la pintura, despellejaron las casas para presumir de piedra y dejaron al aire la mampostería desconcertada y desquiciada, los furacos y las ripias, ¡viva el esqueleto! Cualquier noche le quitan a la Luna su revoco de cal. En algunos palacios, sillares bien labrados, colocados a hueso y en seco, no requieren más capas, pero el resto las necesitan por dentro y por fuera para evitar humedades, y también por aislamiento térmico y acústico, por cohesión, higiene y luminosidad, y a lo sumo trascienden jambas, dinteles, alféizares y esquinas. No digo ponerle calzoncillos al David de Miguel Ángel, pero revístase lo que fue concebido para protegernos de la intemperie.

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