Al entrar ayer en el periódico, la recepcionista me miró extrañada cuando exclamé: "¡La que liáis con el Día de América!" No sabía que en Salamanca como máximo, una vez celebramos la Cumbre de las Naciones Iberoamericanas unos años antes de que el Rey mandara callar a Hugo Chávez. Sentí Oviedo, sentado en sillas de madera, al este de América, al fijarme que los semáforos estaban de permiso. El tráfico se regulaba solo y las siluetas de los peatones alternaban el rojo y el verde. Pero sólo los niños cruzaban la calle para reciclar confeti y serpentinas. Viajé en el tiempo con el rugido lujoso y nostálgico de los "haigas". Me rozaron los tiros de Pancho Villa. Me olió a café colombiano y a prao, cuando Frida Kahlo se hacía un autorretrato. Vi capoeira aunque me fijé más en los ritmos sofocantes de Cuba, al compás de gaitas y chirigotas de Cádiz. "Sudaca" me pareció el insulto más ridículo e inservible del mundo. Y sospeché que el racismo es el daltonismo de un cerebro que no entiende la magia de esa mezcla de color.