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Un Oviedo que se nos va

Reflexiones tras el fallecimiento de Pedro García-Conde

Cuando uno ha sobrepasado ya una provecta edad en la que se siente de vuelta de algunas cosas y en permanente camino en las demás, cuando los nietos corretean alrededor y se hacen sentir en todo su esplendor, se comprende el prodigio que representa la inocencia en la vida de un niño. Esa que nos pasó casi desapercibida con nuestros hijos por mor de las prisas y urgencias de la juventud, de los trabajos, de las hipotecas, de los apretones económicos, de las vicisitudes de todo tipo propias de los inicios y de los tiempos. Pero, es llegado el momento del sosiego, de disfrutar de la vida plenamente igual pero de un modo mucho más sabio, como viéndola desde dentro.

Viene esto al caso porque ahora evoco con total nitidez algunos momentos de aquella etapa en mi propia vida cuando con 6, 7 u 8 años no más, los domingos que el tiempo lo permitía, mi inolvidable padre, abrazando mi manita en la suya, poderosa y dulce a la vez, me llevaba caminando a los lugares más alejados de casa para mostrarme todas las zonas de Oviedo que nada tenían que ver con la nuestra, tan céntrica, frente a la iglesia de San Juan.

Así, pude conocer todos los secretos de la Cuesta, su plano inclinado, su charca de los "cabezones", sus nidos de ametralladora (búnker era palabra que vino tiempo después), sus vistas maravillosas desde el pico del Paisano desde donde alguna vez vi hasta el mar, y los Monumentos que, no es por nada, incluso entonces, me parecían totalmente abandonados a su suerte.

Otras tardes me llevaba a la Colonia Ceano con sus casas unifamiliares en una de las cuales vivía su entrañable amigo Paris, su intacto campo de futbol del Stadium que al fusionarse con el Club Deportivo daría lugar al Real Oviedo del que él tenía uno de los primeros números de socio; zonas del Matadero, Ventanielles o de la Tenderina.

O bien, hacia el sur, por todos los andurriales de las Adoratrices, depósito de agua, el Fresno, el esqueleto de lo que muchos años más tarde sería el Colegio Mayor América o el Cristo con su campo de atletismo, lugaral quería llegar en estas líneas. Un buen día de aquellos paseos recalamos en el solitario campo citado en el que, desde uno de sus "corner", un joven espléndido, fuerte, rubio absoluto, pelo ondulado perfectamente peinado con raya al lado, empapado en sudor, creo que vestido con chándal, cosa absolutamente exótica para la época, lanzaba disco una y otra y otra vez más sin descanso. En completa soledad, talonaba, lanzaba, medía, cobraba el disco, volvía a su marca, resoplaba, giraba sobre sí mismo como un molinete y de nuevo, ¡disco va!

Era la primera vez en mi vida que veía cosa semejante y estaba asombrado; al no existir aún la televisión y no haber ido nunca al cine por razón de edad, aquello era para el niño inocente como cosa mitológica de la que sí algo había oído.

Finalizado el entrenamiento, bajamos las gradas vacías para saludar mi padre al atleta. Hablaron afablemente durante unos minutos y cuando ya nos habíamos alejado un tanto, le formulé la eterna pregunta, ¿quién es? Se llama Pedro García-Conde, me respondió al instante, y ¿ves qué bien lanza esa especie de plato que se llama disco?

Desde entonces, nunca dejé de fijarme en él. No tuvimos oportunidad de conversar pero no me perdía detalle suyo cada vez que nos cruzábamos o coincidíamos en algún lugar, cosa que era muy común. Me encantaba su elegancia, su porte, su peinado, sus pañuelos en el bolso de la chaqueta, sus zapatos resplandecientes, el modo de llevar el abrigo sobre los hombros. Pero es que además de esto que no deja de ser superfluo, saltaba a la vista que se trataba de un caballero en su modo de comportase en el trabajo, en la familia, con los amigos, en sociedad; un hombre de bien en suma.

Pedro García-Conde ha fallecido recientemente tras una larga, fructífera y hermosa vida. Pero si esto es muy muy doloroso para la gran familia a la que pertenecía al que todos veneraban, aún lo es más para quienes consideramos que con él se cierran una de las últimas páginas de un Oviedo que se nos va, como quien se adentra lentamente sin volver la vista atrás en un bosque cerrado de niebla y se pierde y se pierde muy lentamente en él hasta que, poco a poco, se dejan de oír sus pisadas sobre la hojarasca.

Por cierto, cada vez que nos encontrábamos mi padre y yo completamente alejados de casa, me detenía, me ponía frente a él, alzaba la mirada y le preguntaba con ingenuo temor, ¿sabrás volver? Su sonrisa en silencio y su caricia en mi mejilla eran suficientes para tener la certeza de que aunque fuese del fin del mundo, regresaríamos felizmente.

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