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Gonzalo García-Conde

Leyenda del primer beso

La primera noche sin toque de queda

A la misma hora en que cesaba el estado de alarma, yo salía caminando del casco antiguo después de una guardia hostelera intensa pero relativamente tranquila. Se daba una de esas situaciones ridículas, tan comentadas, que han venido provocando los sucesivos protocolos sanitarios. A las once de la noche del sábado había toque de queda, pero se podía salir con total libertad cincuenta y nueve minutos más tarde. Los camareros comentamos entre nosotros, en broma, la posibilidad de esperar agazapados en los locales y volver a montar las terrazas de doce a una. Una locura que por supuesto no hicimos, pero que hubiese tenido su gracia como estrategia publicitaria.

Quizá si todo esto me hubiese pillado con veinticinco años menos, allá por los gloriosos noventa, hubiese sido tan irresponsable como para intentarlo: convocar a cuatro docenas de buenos clientes y amigos. Improvisar una fiesta de una hora. Sidra achampañada, tortillas y empanadas, exaltación de la amistad y cantos regionales. Felizmente hoy tengo casi dos dedos de frente. Bastante sufrimos ya los chigreros con los líos que tenemos, en primera línea de batalla y con la responsabilidad, regalada por el estado, de educar a la ciudadanía. Lo mismo que les ocurre a los distintos cuerpos de policía. Por no mencionar los sanitarios. Cerramos y nos fuimos a casa sin hurgar en las llagas del BOPA.

Así que me fui paseando muy relajadamente, arrastrando los pies con una sensación extraña. Una inesperada emoción de autonomía, una evocación de libertad. Me iba a mi hogar porque quería, porque perfectamente podría haber escogido ir caminando hasta Las Caldas, por ejemplo, y revolcarme en el barro a orillas del Nalón, como un jabalí feliz.

He visto los vídeos que se han hecho virales de fiestas desenfrenadas en calles y pisos de todo el país, pero en mi caminar sólo me cruce a una chica paseando a su perro, a un tipo más o menos de mi edad haciendo ejercicio en los columpios del Campo, un barrendero, un taxista y tres muchachos absorbidos por sus móviles respectivos azotados en un portal.

Por fin, sentados en un banco justo debajo de mi casa, una parejita con bolsas de botellón, pelando la pava con banda sonora de C Tangana. Ni me miraron cuando pase a su lado, tan concentrados que estaban el uno en las pupilas de la otra.

Después de subir, cenar y desconectar un rato, decidí asomarme a la ventana a respirar otro poco de ese aire nocturno de primavera. Allí seguía mi parejita. Ella hablaba, gesticulaba, se levantaba y se sentaba sin parar, y el muchacho, único espectador objetivo del show, lo celebraba entre carcajadas. Los dos llevaban las mascarillas colgando, pero quién que haya sido joven alguna vez podría reprochárselo. Si estaban solos, no molestaban a nadie y evidentemente se disponían a compartir saliva más pronto que tarde.

El inesperado paso de un coche patrulla les devolvió súbitamente la compostura, el embozo apresurado de mascarillas e incluso la distancia de seguridad sanitaria. Lentamente el vehículo policial pasó sin detenerse, dobló la esquina y desapareció dejando paso a la risa nerviosa de los enamorados. Brindaron, bebieron. Por fin se fundieron en un beso. A decir de su lenguaje corporal, primero de los que habrían de darse esa noche. Razón por la cual cerré la ventana, la persiana y les devolví su intimidad.

Me fui a mi sofá sonriendo y pensando: Qué buen beso, que buen presagio. Qué bien, coño, qué bien. Quizá pronto… Quién sabe, a ver qué pasa, pero ojalá.

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