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Eva Vallines

Crítica / Teatro

Eva Vallines

Mujeres lorquianas

Una representación sobria y fiel al clásico universal del autor andaluz

De una Bernarda a otra. Si la semana pasada disfrutábamos de la versión flamenca y circense de Albadulake, en esta ocasión el montaje de José Carlos Plaza se caracteriza por su sobriedad y fidelidad al original, sin renunciar a un potente expresionismo que saca todo el partido a la poética lorquiana. “La casa de Bernarda Alba” es ya un clásico universal que trasciende épocas y fronteras, logrando conjugar el simbolismo con un planteamiento realista y de denuncia que a lo largo de tres actos va desplegando un suspense dramático in crescendo que culmina en el desenlace fatal. Con ella Lorca cierra la trilogía trágica para dar paso a otro ciclo que denominó “teatro bajo la arena”, con una estética vanguardista y un lenguaje revolucionario, que se vio truncado por la guerra.

Un árbol talado en medio de la escena representa las vidas cercenadas de las hijas de Bernarda y el fresco pompeyano de las paredes deslucidas del patio refleja las ilusiones desvanecidas de estas mujeres enterradas en vida. La tétrica imagen de Bernarda y sus hijas irrumpiendo en escena tocadas con el velo negro evoca al mismo tiempo a los burkas islámicos y a la iconografía conventual cristiana. Consuelo Trujillo, con su interpretación realista y contenida, compone una Bernarda reprimida y represora, que engulle sus propias palabras y arrebatos de ira y que al igual que el Edipo de Sófocles, se queda sola, embebida en su soberbia y no sabrá escuchar las advertencias de la Poncia-Tiresias que le anuncia la tragedia que se avecina. La Poncia de Rosario Pardo brilla por su desparpajo y campechanía, es pícara y socarrona, servil y oportunista, al mismo tiempo que rezuma rabia y rencor contra Bernarda. Ana Fernández se decanta por un expresionismo tenebrista que le permite encarnar el sufrimiento de la hija mayor, que hace honor a su nombre y vive en un infierno del que aspira a salir gracias a su cortejo con Pepe el Romano. Marina Salas da vida a una Adela muy contemporánea, un torbellino de pasión y rebeldía con voz aniñada, que ni la férrea disciplina de su madre podrá contener y que reivindica, adelantándose a su tiempo, ser dueña de su cuerpo, “Yo hago con mi cuerpo lo que me parece”. Ruth Gabriel aporta mucha naturalidad a Magdalena, la más espontánea y feminista, que con su grito “Nacer mujer es el mayor de los castigos” se aproxima a la Medea de Eurípides. La Martirio de Zaira Montes, enfermiza y de mirada perturbada, es el detonante de la tragedia en esta casa-tumba, que se convierte en un claustrofóbico “Gran Hermano”, catalizador de las envidias, celos y traiciones. Están muy conseguidas las escenas de complicidad y camaradería confidente entre las hermanas, como cuando Poncia les relata el primer encuentro con su marido.

Pero lo que hace grande a la pieza de Lorca es que trasciende la denuncia del drama de las mujeres de aquella época, para hablar de la libertad, la represión del deseo y el agobiante peso de una tradición castrante y autoritaria. El público del Campoamor agradeció con un prolongado aplauso la entrega de un reparto coral sobresaliente al servicio de una obra universal.

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