Los niños y niñas, hijos e hijas de mujeres víctimas de violencia de género son víctimas también de esa violencia de género. Lo son porque sufren agresiones directas en muchas ocasiones, porque presencian la violencia entre sus padres y/o simplemente porque viven en un entorno de relaciones violentas y abuso de poder. Este contexto que justifica, legitima y desencadena la violencia, es parte de las relaciones afectivas y personales, internalizando un modelo negativo de relación que daña su desarrollo. Ven y sufren a una madre maltratada, en vez de protectora. Ven y sufren un padre maltratador, en vez de protector. Un criterio básico de la formación de los y las profesionales es hacerles ver que la violencia no es sólo la agresión física y la violencia de género es prueba de ello: no son las lesiones físicas sino el miedo y la anulación que sufren tanto mujeres como niños y niñas lo que los iguala en su condición de víctimas.

Estas situaciones de violencia familiar de las que los y las menores son testigo, pueden dar lugar a situaciones traumáticas crónicas, a situaciones traumáticas crónicas con fases de exacerbación y escaso control, e incluso a situaciones de presentación aguda e incontrolable, con tan graves consecuencias para la salud mental que desencadenan un cuadro de Trastorno de Estrés Postraumático.

Tras la experiencia traumática se produce pérdida del sentimiento de invulnerabilidad, sentimiento bajo el cual funcionan la mayoría de los individuos y que constituye un componente de vital importancia para evitar que las personas se consuman y paralicen con el miedo a su propia vulnerabilidad. En el caso de los niños que no solo son testigos del maltrato hacia su madre, sino que, a la vez, también son víctimas de esa violencia, la pérdida es todavía, si cabe, mucho más desequilibrante, pues afecta a un componente absolutamente necesario para el adecuado desarrollo de la personalidad del menor: el sentimiento de seguridad y de confianza en el mundo y en las personas que lo rodean. Esto reviste especial severidad cuando el agresor es su propio padre, figura central y de referencia para el niño y la niña, y la violencia ocurre dentro de su propio hogar, lugar de refugio y protección, puesto que se produce la destrucción de las bases de su seguridad, quedando el menor a merced de sentimientos como la indefensión, el miedo o la preocupación ante la posibilidad de que la experiencia traumática pueda repetirse, todo lo cual se asocia a una ansiedad que puede llegar a ser paralizante. Por desgracia, en el caso de la violencia familiar, la experiencia temida se repite de forma intermitente a lo largo de muchos años, constituyendo una amenaza continua y muchas veces percibida como incontrolable.

El Trastorno de Estrés Postraumático aparece cuando la víctima ha sufrido o ha sido testigo de una amenaza para la vida, de uno mismo o de otra persona, y reacciona con miedo, horror e indefensión; los tres aspectos nucleares de este cuadro clínico son: la víctima revive la experiencia en forma de pesadillas, imágenes, y recuerdos frecuentes e involuntarios (criterio de reexperimentación); la víctima intenta evitar o huir de lugares o situaciones relacionadas con el hecho traumático, e incluso rechazan pensar o hablar de este (criterio de evitación); y por último las víctimas muestran una respuesta de sobresalto exagerada que se manifiesta en dificultades de concentración, insomnio e irritabilidad (criterio de activación).

En los niños, la respuesta de temor puede expresarse en comportamientos desestructurados o agitados y la reexperimentación se puede poner de manifiesto en juegos repetitivos donde aparecen temas o aspectos característicos del trauma, o sueños terroríficos de contenido irreconocible - los más pequeños pueden reescenificar el acontecimiento traumático específico-. La evitación en estos menores puede ser difícil de apreciar (algunos síntomas son la disminución del interés por las actividades importantes y el embotamiento de sus sentimientos y afectos, mientras que la sensación de un futuro desolador suele traducirse en la creencia de que su vida no durará tanto como para llegar a adulto. También puede producirse la "elaboración de profecías", es decir, la creencia en una especial capacidad para pronosticar futuros acontecimientos desagradables. Respecto al aumento de la activación los niños pueden presentar varios síntomas físicos: dolores de estómago, de cabeza, y otros síntomas.

Autores como Margolin y Gordis describen cuatro conductas típicas de Síndrome de Estrés Postraumático en niños: recuerdos repetidos de las situaciones a través de la visualización, conductas y juegos repetitivos relacionados con acontecimientos estresantes, actitudes pesimistas relacionadas con indefensión y futuro ante la vida, activación excesiva con hiperactividad y problemas de atención. Todas estas conductas se hacen disfuncionales cuando se cronifican.

Padres violentos, hijos violentos

Entre los efectos a largo plazo que se asocian a la exposición de menores a la violencia, y que son fuente de preocupación, no solo por el bienestar y desarrollo de las propias víctimas, sino por la repercusión social que tienen, se encuentra el aprendizaje que hacen los menores de las conductas violentas dentro de su hogar.

Una revisión de las investigaciones de la Academia de la Ciencia de los Estados Unidos, afirma que "la tercera parte de los niños que sufrieron abusos o se vieron expuestos a la violencia paterna, se convierten en adultos violentos". Es cierto, ya que los menores aprenden a definirse, a entender el mundo, y a relacionarse con él, a partir de lo que observan en su entorno más próximo, y en este sentido, la familia es el agente socializador más importante. Los niños y niñas que crecen en hogares violentos aprenden e interiorizan una serie de creencias y valores negativos entre los que se encuentran los estereotipos de género, desigualdades entre hombre/mujer, las relaciones con los demás, así como sobre la legitimidad del uso de la violencia como medio de resolver conflictos, que sientan las bases de maltratos futuros en las relaciones de pareja.

La mayoría de los autores sostienen que la tendencia observada es que las niñas se identifiquen con el rol materno, adoptando conductas de sumisión, pasividad y obediencia; y los niños con el rol paterno, adoptando posiciones de poder y privilegio. Conductas que reflejan la socialización diferencial de género, un factor que actúa en el origen y mantenimiento de la violencia contra las mujeres, y que se trasmite no solo intrafamiliarmente, sino a través de toda la sociedad. Por fortuna, no siempre es así.

A menudo resulta difícil separar las causas de las consecuencias: crecer en una familia en la que la madre es objeto de abusos es una vía importante para que el ciclo de la violencia doméstica se perpetúe, sin embargo, existen mecanismos que rompen el ciclo del maltrato y disminuyen la proporción de hogares que sufren de violencia intrafamiliar en la siguiente generación. Aun siendo relevante que la violencia contra las madres es trasmitida de forma vicaria a los hijos e hijas, y sin duda es un factor predictor de victimización, también es cierto que una intervención terapéutica y un buen apoyo familiar y social, son fundamentales para el sano desarrollo de los menores; y que los antecedentes inmediatos en la vida adulta, como adaptación a la vida cotidiana, calidad de relación de pareja, autoestima, habilidades de comunicación y de resolución de problemas, y capacidad de resistencia, desempeñan un papel más importante que los antecedentes de maltrato a la infancia.

Como conclusión, podría decirse que uno de los mitos que hay que superar es que la violencia de género sólo forma parte de los conflictos de pareja. Está demostrado que el maltrato a la mujer se extiende a sus hijos e hijas, afectando negativamente su bienestar y su desarrollo, con secuelas a largo plazo; llegando incluso a transmitirse a sucesivas generaciones.