«La ciencia es la ciencia y los datos los datos, pero ni la una ni los otros son nada sin la imaginación». Los pequeños ojos de Arsuaga se asoman poéticos hacia su interior cuando pronuncia la palabra imaginación e insiste en amueblarla luego añadiendo que «los descubrimientos que aporta Atapuerca, como los de cualquier otro yacimiento, no serían apenas nada sin la capacidad de soñar que los investigadores deben agregar a cada nuevo trozo de evidencia encontrado». Y es entonces, cuando calla y deja colgado el cuenco de sus manos abiertas en el infinito abismo del pensar -como viajando de pronto al remoto país de la prehistoria donde ejerce tarea cotidiana-, cuando uno intuye la pasión con que este inquieto madrileño de origen vasco, cabello esquivo y oficio impronunciable, paleoantropólogo, encara día a día un proyecto que lleva años empeñado en iluminar e iluminarnos a todos la noche de los tiempos.

Una historia que marea a fuerza de siglos y cifras que el anfitrión declama a cada paso y el visitante no acaba nunca de fijar bien del todo, porque cuando parece que al fin archiva un dato, el siguiente estrato del yacimiento viene a echarle encima otro inaudito puñado de milenios, de tal forma que entre los 80.000 y el millón doscientos mil años puede calcularse el devenir habitado de un paraje cuyas virtudes debieron ser muchas para concitar tan unánime y dilatado aprecio como lugar de acogida y asentamiento humano.

Por cierto, humanos u homínidos le pregunto avergonzado al experto, aunque consciente también de que a este hombre que de pequeño quería ser cazador le gustaron siempre los niños, a quienes llama «benditos asilvestrados» porque «curiosean, exploran y son capaces de preguntar en alto», como estoy a punto de hacer de nuevo, pues no tengo una idea exacta del momento en que se separan ambos términos, ni cuánto hay de leyenda al situar el comienzo de todo esto en la osadía de unos seres que decidieron echar pie a tierra y descender de los árboles, ni distingo las distintas ramas de individuos que se dispersaron luego mundo adelante desde África, ni cuál es la especie que habitaba Atapuerca, ni siquiera con qué palabras podríamos definir la evolución humana.

Una odisea, una encrucijada de caminos o una pasión desordenada que comienza hace 5 millones de años con la existencia de un mono avanzado a partir del cual se enreda un largo y complejo ovillo evolutivo que Arsuaga, sin embargo, explica con pasmosa sencillez tras advertir que entiende como Evolución Humana «todas las transformaciones físicas, mentales y sociales que hemos experimentado a lo largo de los tiempos y que nos han hecho como somos. Al menos hasta nueva orden, porque las cosas cambian con cada nuevo hallazgo».

«Hoy por hoy procedemos de los homínidos, emparentados con chimpancés y gorilas con quienes conviven y comparten aquel mono originario como antepasado común, cosa que no ocurre con los orangutanes, aunque se parezcan tanto. Y he ahí otro genial e imprevisto descubrimiento del alemán Henning al darse cuenta de que para establecer las relaciones evolutivas entre distintas especies no debíamos basarnos exclusivamente en el parecido, sino que hay que hilar mucho más fino?, en fin, que también en la historia de la evolución, como en la vida misma, las apariencias engañan».

De ahí quizás esa capacidad de imaginar que Arsuaga añade a la condición científica, la máxima de Shakespeare con que abrió uno de sus libros para recordarnos que somos de la misma sustancia que los sueños, y que por ello «a todas las evidencias de hueso que llegan a manos de los investigadores hay que ponerles carne también», todas aquellas hipótesis que les ayuden a avanzar a tientas dentro de una nebulosa llena aún de eslabones perdidos.

«Un lugar común eso del eslabón perdido que nos ha convertido ante la gente en una suerte de detectives dedicados a la búsqueda del individuo-puente que se cree debió existir entre los monos y los humanos, y que sería al que actualmente, y para entendernos en pocas palabras, llamamos homínido». Una especie que vivía ya hace 3 millones de años y cuyas principales diferencias con el resto de primates son tan sólo su cualidad de bípedos y sus piezas molares más reducidas, evidencias de un tipo de hábitat y de alimentación adaptados a espacios más secos, mientras que sus primos chimpancés siguieron unidos siempre a la selva húmeda.

Pero ni siquiera su condición de seres bípedos y erguidos convierte en humanos a los primeros homínidos que se alzaron y miraron altivos al horizonte poniéndose en camino desde el centro de África. Porque el género Homo no se materializa hasta que en la cadena evolutiva se certifica de pronto la existencia de un salto fascinante: la aparición del Homo habilis y del Homo ergaster, «poseedores de un cerebro mayor y capaces de golpear una piedra contra otra hasta producir un filo con que cortar la carne». Cruda y plástica imagen que me hace pensar de pronto en esos mismos seres chocando piedra contra piedra hasta producir el fuego, hasta fabricar las primeras armas, hasta pintar las paredes con los primeros símbolos, hasta tatuarse la piel con las primeros adornos y promesas de fidelidad o pertenencia a un clan, y hasta clavar finalmente esas mismas piedras en la tierra para señalar el lugar donde honrar por primera vez a sus muertos? Y a sus dioses.

En las paredes de esta cueva / pinto el venado / para adueñarme de su carne, para ser él. / En este santuario / divinizo las fuerzas que no comprendo. Invento a Dios / a semejanza del Gran Padre que anhelo ser / con poder absoluto sobre la tribu?

Recuerdo ahora los versos del último premio «Cervantes» José Emilio Pacheco en los que enfoca su verbo hacia aquellas cavernas donde un ser, constructor ya de quimeras, puso en paralelo la historia humana con la historia sagrada desde el origen de los tiempos.

Porque fue esa conciencia de la muerte, de reconocerse como seres fugaces, con miedo a la desaparición, pero con poderosas alas mentales para intentar, si no vencerla, al menos trascenderla, lo que convierte realmente a aquellos individuos en los primeros seres humanos. Seres cuya inteligencia les hizo amos de la tierra, pero esclavos también del vértigo y el vacío existencial, lo que les empujó a crear un emotivo conjunto de objetos y creencias que darían lugar al nacimiento de los símbolos, los ídolos, los mitos, la música, el arte, las metáforas y todo tipo de poéticos y espirituales mecanismos de defensa para proporcionarse un punto de apoyo, un punto de luz, en fin?, un nuevo y distinto punto de arranque que les llevaría milenios arriba hasta condecorarse a sí mismos con ese doble marchamo de Homo sapiens sapiens del que hoy -salvajadas periódicas aparte- alardeamos aún encaramados al tren de una historia que no se detiene jamás, pero tampoco nunca olvida del todo sus viejas estaciones de paso.

La Sierra de Atapuerca, sin ir más lejos, a la que hace más de un millón de años llegó como auténtico adelantado el Homo antecessor, bautizado así para evocar a los soldados romanos cuya misión era adelantarse al ejército para explorar el terreno. Un hallazgo trascendental dentro de un yacimiento descubierto a finales del siglo XIX y que con el tiempo se convertiría en auténtica referencia mundial de investigación prehistórica a la que en 1982 se incorporó un jovencísimo especialista en el análisis de caderas. Un hueso vital para conocer tanto las condiciones de locomoción como los partos en aquella época prehistórica. «Te aseguro que nadie ha medido tantas caderas como yo?, es imposible». Y Arsuaga, codirector actual del proyecto Atapuerca, lo dice sin presunción alguna, pero con la convicción de quien en 1999 recuperó una pelvis que aportaría una luz definitiva sobre aquellos humanos. U homínidos?

Porque llevo siglos ya escuchando a mi amigo y no acabo aún de tenerlo claro, no sé incluso si conocen de verdad el momento de la bifurcación o los investigadores lo ocultan adrede para que los profanos podamos inventarnos una historia o una licencia poética a la medida de cada imaginación, como sería pensar que a Atapuerca llegó un homínido y que de Atapuerca salió novecientos mil años después un ser con el título de humano bajo el brazo.

La ignorancia es osada, pero Arsuaga sonríe, o calla al menos, y no por mi sagacidad, sino por todo lo contrario, porque acabo de definir según él con este brusco ejercicio de atrevida ignorancia la otra gran característica que convirtió a los homínidos en humanos: la capacidad de comunicarse, la llegada al folletín de la evolución de aquellos a quienes mi interlocutor llamó en uno de sus libros más celebrados «los contadores de historias». «Poseedores de un fabuloso lenguaje articulado y una capacidad única para manejar símbolos, o sea, para ayudarse en las tribulaciones del mundo real, pero para permitirse a la vez crear mundos ficticios. Y esa será precisamente nuestra verdadera especialización en comparación con el resto de los seres: la creatividad».

En este ladrillo / trazo las letras iniciales, / el alfabeto con que me apropio del mundo al simbolizarlo. / La T es torre y desde allí gobierno y vigilo. / La M es el mar desconocido y temible?

«Un sistema revolucionario de transmitir la información, pero también, y ahí empieza la complejidad humana, de equivocarnos. Porque es tan grande gracias al lenguaje nuestra capacidad de análisis y de descomponer la realidad en partes muy pequeñas, que finalmente cometemos fallos estrepitosos de interpretación, equivocaciones en las que ningún otro animal incurriría».

Arsuaga se pone serio mientras a mí comienzan a dolerme las caderas del alma, porque vine con espíritu atento, pero ajeno, para escuchar hablar a otro de aquellos seres que llegaron al fuego y a las armas golpeando piedra contra piedra, y me encuentro de pronto ante unos hombres y mujeres que comenzaron a frotar palabra contra palabra hasta juntar mano y piel para llamarla caricia, hasta juntar edad y miedo para llamarla intemperie, hasta juntar belleza y vértigo para llamarla poesía. Y así hasta nombrar el agua, la amistad, la solidaridad, los pájaros, los puntos cardinales, la siembra, pero también el malentendido, la injuria, la mentira, los himnos, las arengas, las oraciones, las guerras?

Gracias ti, alfabeto hecho por mi mano / habrá un solo Dios: el mío. / Y una sola verdad: la mía.

José Emilio Pacheco ahondando en la herida y el bisturí de las palabras, y Arsuaga sin embargo amable, cómplice, recordándome la frase del antropólogo Robert Ardrey al asegurar que «el milagro del hombre no es hasta qué punto se ha hundido en el fango muchas veces, sino cuán magníficamente se ha elevado. Porque a pesar de todo lo que más sorprende a las estrellas de los humanos no son sus cadáveres sino sus poemas». Ese mágico lugar llamado Atapuerca y este Centro de la Evolución y del Comportamiento Humano de Madrid que abandono mientras intento memorizar con urgencia todo lo hablado, pero consciente también de que el esfuerzo es inútil y acabaré confundiendo de nuevo humanos con homínidos, cromañones con neandertales, molares con caderas, piedras con palabras.