Amandi (Villaviciosa),

Eduardo GARCÍA

Es cuestión de gustos, pero en el top-ten de las joyas arquitectónicas asturianas el ábside de la iglesia románica de San Juan de Amandi (Villaviciosa) podría tener justa cabida. Un ábside de dos cuerpos, con dos hiladas de capiteles superpuestos, catorce arcos que los abrazan y dos ventanas mínimas que reciben la primera luz del día. Y todo ello desnudo, con el único complemento de un Cristo que parece flotar sobre el altar. Sencillez, para quien la pueda ver, y espiritualidad para quien la pueda sentir.

Es lo que más o menos explica la guía Isabel Campos a los visitantes que se acercan a un monumento que lleva ahí, anclado en el corazón de la principal ruta del Románico en Asturias desde el siglo XIII y que a pesar de un rosario de vicisitudes, aún mantiene muchos elementos originales.

Uno de esos episodios que a punto estuvieron de acabar con el templo ha quedado documentado en uno de los libros de la parroquia, cuyo actual responsable, Carlos Capellán Montoto, gusta leer. Para unos, una afortunada coincidencia en el desastre; para otros, un inequívoco milagro. Sucedió el 7 de enero de 1860 cuando, a las tres y cuarto de la tarde, como consecuencia de un violento temporal, la espadaña de la iglesia se vino abajo «destruyendo campanas, techo, bóveda, tribuna, pavimento, dos altares laterales y confesionarios». Todo ello formó una barricada bajo la cual, protegida «por un precioso hueco, sepultada pero ilesa» pudo ser rescatada una niña de 13 años, sobrina del cura.

El que insista en el aspecto sobrenatural del asunto, puede que no le sorprenda la tesis del castigo divino, no para la niña que no tenía culpa ninguna, pero sí para el ecónomo Manuel del Valle que agotó los fondos parroquiales en la construcción de un campanario al que los vecinos achacaron menguado gusto y poca solidez. Fue en 1756 y la espadaña, a pesar de todo, aguantó más de un siglo. «Dos mil duros de pérdida» supuso el desastre de Amandi, asegura el libro parroquial.

Los capiteles de la iglesia románica cuentan historias. Una, la de Adán y Eva; otra, la lapidación de San Esteban. En ocasiones lo profano gana la partida a lo sagrado y hay capiteles que muestran a músicos y danzantes, duelos de caballeros medievales o escenas de la caza del jabalí. Un capitel es una impresionante muestra de aprovechamiento de espacio en piedra porque da para «retratar» a los doce apóstoles, al pantocrátor y a los cuatro símbolos de los evangelistas: ángel, águila, león y toro.

La belleza asombrosa del ábside fue bien entendida por un personaje ligado a la historia de Amandi: el cura José Caunedo Cuenllas, quien a finales del siglo XVIII lo desmontó por completo, piedra a piedra, y lo reedificó añadiendo las piezas deterioradas. Y lo hizo «desde sus cimientos, sin más ayuda que el de su buen maestro cantero y feligrés Manuel Pando. Y con tal esmero que la capilla quedó como cuando se había edificado, gracias al señor cura tan celoso como entendido», elogia el libro parroquial.

El prado anexo a la iglesia, donde hoy se abre el cementerio, fue convertido en taller de canteros. Las piedras añadidas son de un color distinto a las achocolatadas de la construcción original, porque Caunedo así lo decidió con criterios muy del siglo XX. Las piedras chocolate proceden de la zona cercana de Lugás, mientras que las piedras blancas vinieron de las canteras de la marina, de Quintes y Quintueles.

A Amandi hay que mirarla con calma o con ayuda. El ábside, en su parte exterior, está coronado con canecillos de expresión artística muy curiosa. Hay una escena homosexual, aunque uno de los personajes masculinos está destruido, quién sabe si como consecuencia de un exceso de celo piadoso. Otro canecillo muestra a un hombre con un pene extraordinariamente grande. Son mensajes que pasan inadvertidos para casi todo el mundo y que el profesor José Antonio Samaniego, autor de un libro sobre esta iglesia, trata de explicar con teoría propia: «Son escenas que en la mayoría de los casos se representan en el exterior de los templos, donde se solían celebrar las fiestas campesinas, que ante todo eran fiestas de la reproducción. Las representaciones sexuales tienen mucho que ver con el mundo rural», aseguraba Samaniego en un pasado reportaje sobre Amandi en este periódico.

Lo que hoy vemos en Amandi es la iglesia románica y sus añadidos. El inmenso portalón de madera y piedra en forma de abanico es posterior, pero ahí hay vigas que van para los doscientos años y que se salvaron del incendio del templo durante la guerra civil porque quiso el viento. Para resguardarse del viento los feligreses utilizan una parte de esa monumental entrada, que se conoce como el portiquín y que queda abruptamente cortado por la sacristía, añadido arquitectónico en aras de la utilidad que ahora sobra.

En el lado opuesto, otro añadido convertido en columbario, en el lugar donde se asentaba el primitivo cementerio parroquial. De hecho, toda la iglesia está sobre restos humanos, como lo prueban las obras que a lo largo del tiempo se han realizado en el entorno. Es posible que Amandi fuera levantada sobre algún asentamiento espiritual anterior, algo habitual por otra parte. Iglesia sobre iglesia, fe sobre fe y siglo sobre siglo.

Sobre San Juan de Amandi hay muchas teorías, y algunas apuntan a lo simbólico y cabalístico: el duelo de los caballeros ¿templarios? como figura del capitel central, nada menos, del ábside del templo; la escena de Adán y Eva, cada cual mirando en dirección contraria, con un árbol alquímico de siete frutos; o el capitel de los centauros, rostro humano que nos saca la lengua y que controla las patas traseras de dos seres mitológicos. Amandi es como un libro de claves, muchas de ellas imposibles de desentrañar. Por eso llama la atención. No podía ser menos en un templo consagrado a San Juan, pero que no tiene una sola referencia a «su» santo.

Su porte es monumental, coronando una subida de cincuenta metros desde la carretera general, aunque la espadaña gótica y los añadidos disfracen esa génesis románica llena de valor al que habrá que cuidar con mimo en el futuro.

Hay grietas en el exterior del ábside, hay «desconchones» en la fachada y la cubierta está pidiendo a gritos un retejado. Se avisa aquí, a modo de guía, por si el nuevo consejero de Cultura, Emilio Marcos Vallaure, encuentra algún resquicio en el exhausto presupuesto.