«Echa-i una lágrima a esti puntu». Alfredo García, Adeflor, encargaba así al aprendiz de periodista Juan Ramón Pérez Las Clotas una nota necrológica por la muerte de un panadero de La Calzada. Aquel aspirante a gacetillero se había iniciado en 1942 en el diario «Voluntad», con un joven Enrique Prendes que le enseñaba las artes del periodismo a golpe de cachete y con el apelativo de «chiscadín» por las pecas de su rostro.

Pero antes de lanzarse a su procelosa vida periodística, aquel intrépido gijonés tuvo que cumplir con las exigencias de su padre, Víctor Manuel Pérez Prendes, catedrático de Alemán en la Escuela de Comercio, que le exigió dos cursos de Derecho antes de dedicarse en cuerpo y alma al periodismo. Y así, tras un verano de meritorio en el periódico que dirigía Joaquín Alonso Bonet, amigo de su padre, inició sus estudios universitarios en la primera promoción de juristas que formó Fermín García Bernardo. Clotas, hoy el único alumno superviviente de la primera orla de la «Universidad de Cimadevilla», puede dar testimonio de aquella academia que preparó a decenas de generaciones de estudiantes de Derecho.

Dos cursos con don Fermín fueron suficientes para que Clotas obtuviera la autorización paterna e iniciase la aventura en la Escuela de Periodismo, en aquel Madrid de la posguerra. Alumno de la tercera promoción de la Escuela de Juan Aparicio con el carné de prensa del régimen anterior, vive en Madrid con algunos de los que protagonizaron buena parte de la historia de España del siglo XX. Allí está, en la puerta de Alcalá, como testigo para la historia, cuando Camilo José Cela sale con su mochila en el arranque de su viaje a la Alcarria; en aquel tiempo, y con el mismo ánimo, contempla al padre Llanos, capellán universitario antes de irse al Pozo del Tío Raimundo, y a un grupo de jóvenes católicos propagandistas, como Carlos Paris, y Carlos Robles Piquer, cómo lanzan huevos contra el cine donde se estrenaba «Gilda».

Con su flamante título de Periodismo regresa a su tierra asturiana para iniciar su andadura como redactor jefe de «Región», una breve estancia en Oviedo que da paso a su único período en Gijón. Clotas se incorpora como redactor jefe a «El Comercio», que dirigía Adeflor, personalidad de carácter, genio y figura con la que se siente, de inmediato, con pocas opciones profesionales, y aprecia, diríase ahora, que entre ambos falla la química. En esa situación le ficha un hombre que marcó su vida personal y profesional: Francisco Arias de Velasco, condecorado defensor de Oviedo y uno de los fundadores de LA NUEVA ESPAÑA, que en aquel momento dirigía. Y vuelve Clotas a Oviedo. Redactor jefe en el periódico que marcó su vida y la sigue animando, y en el que introdujo el «periodismo de taller», con las entonces modernas técnicas de confección que traía frescas de su profesor Ibrain de Marcherbeli, experto americano que recaló en España de mano de José Herrera Oria para rediseñar el «Debate».

Oviedo vive en ese tiempo un avance académico al que no sería ajeno el periodista. El Gobierno permite a las universidades impartir títulos de doctorado, especialidad hasta entonces sólo posible en la Central. Y surge en Oviedo un grupo de Derecho que dirige el cautivador catedrático Torcuato Fernández Miranda, y a él, junto a juristas de prestigio y ejercicio, se suma Pérez Las Clotas, licenciado en Derecho y redactor jefe de LA NUEVA ESPAÑA, que se instala en el Colegio Mayor San Gregorio. Estos años ovetenses resultan trascendentales tanto por la promoción de jóvenes periodistas como por su implicación cultural y social, con tertulias, premios de novela y exposiciones, como la primera del grupo «El Paso», que marcaron época.

La hemeroteca acaba de ilustrar aquella provocadora peripecia con el alcalde Valentín Masip, padre de un hoy eurodiputado socialista, que multó a Clotas por pasear «en mangas de camisa» por el ovetense paseo de los Álamos, comportamiento poco decoroso con la normativa municipal de la época. Todo un torrente periodístico, cultural y, si cabe, político dentro de la lealtad al régimen, que terminó de forma tortuosa al ser «sacado» por primera vez de Oviedo, a finales de los años cincuenta, por orden tajante del gobernador civil Marcos Peña. El motivo final resultó ser una fotografía en la primera página de LA NUEVA ESPAÑA en la que Marcos Peña entregaba un premio de baile veraniego en Luanco a su hijo, hoy alto cargo socialista, mientras las cuencas asturianas se consumían con una huelga minera.

La primera salida de Asturias le lleva a Málaga, a dirigir un diario de la tarde, una fugaz tarea que le catapulta a Valladolid. Aterriza Clotas en la capital castellana, en la que descollaba un acreditado Miguel Delibes, con una complicada tarea: cerrar el periódico «Libertad», diario fundado por Onésimo Redondo, controlado en aquel momento por sus hermanas y por la vieja guardia de Girón, pero que apenas vendía unos cientos de ejemplares. Con evidente criterio periodístico y sentido empresarial, el Consejo Provincial del Movimiento se dio por vencido al mostrar Clotas que ninguno de sus miembros era suscriptor de «Libertad». Así, tras eficaces servicios a la prensa del régimen, regresó Clotas a Oviedo como director de LA NUEVA ESPAÑA, a sustituir a su admirado Arias de Velasco.

Vibrante y brillante segunda etapa ovetense, con el mismo tono provocador y atrevido, que tanto indigna a la oligarquía ovetense. Un artículo en primera página de LA NUEVA ESPAÑA provoca su segunda «salida» de la capital asturiana. Clotas reprodujo un texto que en «Arriba» firmaba J. V., titulado «El rabo del zorro capitalista». Aquella punzante crítica al capitalismo oligárquico no era, como él creía, obra de Jesús Vasallo, director general de Prensa, sino de un emergente catedrático de Salas, Juan Velarde.

Fue otro asturiano, Alejandro Fernández Sordo, director general de Prensa, quien ofreció a Clotas, en desagravio al abrupto final ovetense y tras un almuerzo con Ismael Herraiz, la corresponsalía de «Pyresa» y «Arriba» en Lisboa. Tres años felices en la capital lusa le contemplan. Allí, entre Ibáñez Martín y Jiménez Arnau como embajadores, informó de la Casa del Rey con don Juan en el exilio, y alternó con otro Nobel, José Saramago, entonces redactor en un periódico lisboeta. A la «revolución de los claveles» acudió como enviado especial, desde el Madrid donde ya ejercía como director técnico de Prensa del Movimiento, con 32 periódicos para subrayar e informar. Y allí, en la séptima planta de «Arriba», conoció la muerte de Franco.

El cambio de régimen y la llegada de Emilio Romero suponen tiempos de marginación para leales de la Prensa del Estado, pero pronto surgió otra oportunidad. «Siempre creí que no eras un romerista», le dijo el factótum del periodismo Emilio Romero antes de encomendarle tareas al servicio del «nuevo régimen». La primera en Córdoba, ciudad con Julio Anguita de alcalde, donde celebró el primer congreso del Partido Comunista tras la guerra. Al final de ese breve episodio, y recuperado para los nuevos tiempos de UCD, recibió su último nombramiento periodístico: director de «Alerta» de Santander. Y en la capital cántabra se encuentra en 1982 cuando gana Felipe González las elecciones. Suyo es el primer cese de un director de un diario del Estado.

Como nunca recuerda amargos tragos, su regreso a Gijón con el felipismo culmina con dignidad, con ayuda de Pedro de Silva y Obdulio Fernández, en la biblioteca de la Universidad Laboral, donde se jubila. Desde entonces ejerce su magisterio en LA NUEVA ESPAÑA de Gijón, con su álter ego «Fruela», su hemeroteca y sus libros. «Sólo soy un gacetillero ilustrado», se define con sincera humildad, uno de los grandes del periodismo, el decano.