La Nueva España

La Nueva España

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Crítica

CRÍTICA: Permiso para amar antes de que llegue el Apocalipsis, por Tino Pertierra

Thomas Cailley juega al despiste. Y se nota que disfruta haciéndolo con buenas artes: tiene gracia cuando es necesario y sensibilidad cuando hace falta, trata bien a sus personajes y se deja mecer por cierta poética de la sencillez: una lenta entrada en el agua de madrugada, un dejarse arrastrar por la corriente del río dorado, un beso con pinturas de guerra, una nube de humo que acosa a los amantes... De ahí que Les combattants se vea con tanto agrado. Cierto es que su valor residual está más en lo que tiene de promesa de un autor a seguir la pista que como película hecha y derecha (los vaivenes de tono y atmósfera no siempre se encadenan con precisión deseable y hay alguna gracieta facilona), pero, a diferencia de otras cintas presentes en el Festival sin venir a cuento, aquí estamos ante una obra que sí ofrece una mirada especial, un criterio cinematográfico bien definido que en sus mejores momentos se aproxima al universo de Rohmer aunque luego decida alejarse por la vía rápida.

La primera parte merodea el género de comedia romántica peligrosamente monopolizado por Hollywood: al chico, un poco parado y machista, le gusta una chica que pasa de él porque su único sueño es ser militar. No faltan los roces, las miradas torvas frente a las de cordero degollado, las colisiones de intereses, los escarceos bajo la lluvia. Pero hete aquí, de pronto, que la historia se traslada a un campamento militar donde el carácter explosivo de ella le traerá no pocos problemas. Hay entonces menos ligue y más humor castrense, pero dura poco porque llegan más curvas y el guión da un inesperado giro hacia el romance bucólico (anticipado por una preciosa escena de "maquillaje bélico"), con los dos pipiolos sobreviviendo como náufragos en el bosque, en una especie de "Los juegos del hambre" de andar por casa. Ahí Cailley se muestra hábil a la hora de exponer las personalidades de ambos (la escena en la que juegan a meter agujas de pino en la arena, uno con habilidad y la otra con torpeza, es ejemplar como forma de definir su carácter) y se permite algún brote romántico sin que el azúcar llegue al río. Y como el autor no está dispuesto a quedarse quieto, se arrima entonces a un desenlace que tiene toques de ciencia ficción pero también de terror (ese pueblo vacío) e intriga (¿qué demonios está pasando? ¿a qué viene esa lluvia de...?), antes de resolverlo todo con una explicación ecológica que enlaza, no por casualidad, con una escenita muy, muy francesa de gente comiendo y hablando del Apocalipsis con la boca llena.

Perjudicada por una banda sonora anodina e interpretada con corrección en líneas generales, una de las armas más poderosas queda en manos de Adèle Haenel, que borda su papel de mujer hermética y arisca... hasta que deja de serlo.

Compartir el artículo

stats