Oviedo, Javier CUERVO

El escritor Gregorio Morán (Oviedo, 1947) acaba de publicar «Asombro y búsqueda de Rafael Barrett», biografía de un rarísimo de la literatura en español, que nació en Torrelavega, de padre inglés y madre noble española, frecuentó París y estudió Ingeniería en el Madrid de finales del siglo XIX, donde concurrió, silencioso, las tertulias y, de figura, los salones y las señoras. Jugador y duelista, fustigó la cara del duque de Arión, cinco veces grande de España, ante el «todo Madrid» presente en el circo Parish, lo que recomendó que se llevara su honor a Sudamérica. Su siguiente momento de notoriedad lo encuentra de libertador en Asunción (Paraguay) en 1904. Ahora sí aceptado en sociedad se casa, tiene un hijo y se gana la ruina con la pluma por denunciar la vida de los campesinos del mate. Desterrado, recala en Montevideo (Uruguay), pobre, tuberculoso y periodista ante una sociedad más amigable, pero apresurado por la muerte para ver a su hijo y escribir su obra. En Arcachón (Francia), a orillas del mismo mar ante el que nació, con 34 años y una obra hecha en seis, muere con traje nuevo y cuidado por una tía. Deja un hilillo de posteridad que toma entre sus dedos Gregorio Morán, el periodista de «Las sabatinas intempestivas» en «La Vanguardia», el biógrafo del primer presidente democrático («Adolfo Suárez: historia de una ambición»), del comunismo español («Miseria y grandeza del PCE») y de los últimos años de Ortega («El maestro en el erial»), autor de dos diagnósticos del siglo XX, uno sobre la democracia actual («El precio de la transición») y otro sobre Euskadi («Los españoles que dejaron de serlo»). Entre otras obras.

-Para usted Barrett es el mejor periodista literario, después de Larra. ¿Es para tanto?

-Yo creo que sí. Ante un descubrimiento se tiende a exagerar, pero el asombro que me produjo su escritura me llevó a su búsqueda y al asombro de su vida, excepcional guión para un culebrón.

-Su descubrimiento viene de unas gallinas.

-Es una lectura que me hizo por teléfono, un sábado por la mañana, nada menos que Jerónimo Granda. Un artículo que se llama «Gallinas» y que cuenta qué es un propietario. Me quedé perplejo ante la brillantez del texto. Le pregunté de quién era y me contestó «de un tal Barrett, medio paraguayo». No tenía idea de quién era. Empezó a interesarme porque es el texto de uno de los grandes escritores latinoamericanos en la línea del cuento breve de Monterroso.

-La pregunta es grosera, pero desde «Gallinas» ¿le interesa más la pluma de Barrett o los huevos que le echó a la vida?

-Los huevos que le echó a la vida son importantes. Desde el final de la posmodernidad se dice que lo importante no son los huevos, pero yo soy antiguo, ya pertenezco a otro siglo, y Barrett tiene la peculiaridad de unir al personaje literario e intelectual su valor físico. El valor físico es importante en un bombero y en un intelectual porque determina su manera de comportarse. El bombero no puede temer y el intelectual tampoco porque ha de defender aquello en lo que cree hasta las últimas consecuencias.

-Era un duelista picajoso.

-Le define el rigor. Barrett es de buena cuna, tiene una cultura y piensa: «A mí no me pisa nadie». Los pobres del siglo XIX y principios del XX no son picajosos. Pero Barrett Álvarez de Toledo procede de una rama espuria del duque de Alba muy conocida, la del Bierzo, y es consciente de su valor de cuna y de su cultura notable. Cuando cree en algo -como Larra, de origen más humilde-, se subleva si cualquier mindundi cree que puede decirle cualquier cosa. En España no hubo Revolución francesa y uno se hace ciudadano a golpe de sable o de pistola. El privilegio de la ciudadanía no lo daba la ley, sino el propio prurito. No he podido leer todavía el libro sobre «Clarín» de Yvan Lissorgues, magnífico investigador y clarinista, pero Leopoldo Alas era un duelista notable. Le da al juego y al duelo, algo habitual en los audaces y Clarín lo era.

-A Barrett no le gustaba Clarín.

-Es de una generación inmediatamente posterior y siente el mismo desdén por él que Valle. Unamuno también tiene una opinión muy dura, como persona, sobre Clarín: en cartas privadas dice que es un vanidoso. Barrett desprecia a Valera, el más genial escritor de cartas, y lo llama «ese diplomático». Para ellos, son los consagrados. Hay un problema generacional y de concepción literaria. Por eso insisto tanto en esa incapacidad de referirse a Barrett metiéndolo dentro del 98. La Generación del 98 es una horma de zapato para cojos que no sirve para Unamuno, ni para Valle, ni para Barrett ni para nadie más que Azorín, su inventor. Para Barrett menos porque desarrolló su obra en las colonias perdidas de Uruguay y Paraguay. No son Cuba y Filipinas, pero si Barrett llega a saber que alguien lo mete en la Generación del 98 lo reta a duelo y lo mata. Con razón.

-Barrett quiere entrar en el Círculo de la Gran Peña del Casino de Madrid. Para rechazarlo le acusan de «invertido». Investiga quién inventa el bulo. Quiere duelo, pero no se le reconoce el honor, imprescindible para batirse. Así que le cruza la cara al duque de Arión. Tiene que salir de España y se publican notas con su suicidio. ¿Lo matan intelectualmente?

-Lo matan socialmente. Ha escrito un par de artículos, pero intelectualmente no ha nacido, pese a que es insólito en el ambiente cultural porque es trilingüe, de formación científica y capaz de leer una partitura. Entonces en Madrid pocos saben más que español, sólo es de ciencias Echegaray y hay que esperar años a que Ortega, aunque tenga el oído de corcho, escriba de música. El desarrollo de Barrett está en Sudamérica, donde encabeza las tertulias y será recordado por Jorge Luis Borges y Augusto Roa Bastos. En España no. Cuando fui a la Biblioteca Nacional a leer uno de los dos ejemplares de sus «Moralidades actuales» estaban intonsos. Nadie los había leído desde los años veinte.

-Aparece citado como autor anarquista. ¿Lo era?

-Tiene un artículo titulado «Mi anarquismo», pero cualquiera que lo lea se dará cuenta de que no lo es. Hay que analizar muy fríamente una contradicción: elogiar que los anarquistas lo recogieron y señalar que lo instrumentalizaron. Lo comido por lo servido. El único libro que Barrett editó en vida no es el mismo reproducido posteriormente. Tenía 89 artículos -en honor a 1789, el año de la Revolución francesa, según explica en una carta- y suprimieron varios, creyendo que nadie se daría cuenta.

-¿Qué es entonces?

-Un modernista. Al inicio del siglo XX no es importante señalar las diferencias entre anarquistas y socialistas. Eso es una invención posterior. En su revista «Germinal», Barrett sólo publica a socialistas, entre ellos Pablo Iglesias. El modernismo nos lo explicaron mal, lleno de nenúfares. Modernista es José Martí.

-Usted dice que Barrett abre la literatura del siglo XX.

-Es una prosa literariamente radical, de meollo, que está por la transformación del sistema. Hay también una audacia por no pedir perdón por su castellano incisivo. Sus cuentos de dos o tres folios consiguen una eficacia que se ve algo más tarde en Roberto Arlt y han desarrollado Monterroso y otros. Hay un uso de los recursos literarios en un medio de masas que hoy no se puede entender porque ahora un cuento no entra en la horma de un periódico. Barrett es un radical y en 1908-1910 serlo significaba estar contra el sistema y escribir como un modernista.

-Extraña cómo se convierte en una referencia en Montevideo con un par de artículos.

-Y firmados con iniciales. Deberíamos más bien preguntarnos en qué mundo periodístico estamos viviendo. Entonces era distinto y ése es el significado profundo del «Yo acuso» de Zola, que Clemenceau coloca en primera página de «L$27Aurore». ¿Qué director colocaría hoy «Yo acuso» en primera? Como mucho, una llamada. Barrett quiere llegar al libro y no llega, se muere antes. Lo fascinante es el proceso de madurez. En Montevideo se convierte en un Dostoievski. Su relato del paso por el hospital de pobres es excepcional. Ha leído a Zola y a Flaubert en el idioma original y eso le ayuda.

-No ha hecho un perfil psicológico pese a que estamos ante un hombre muy complejo.

-La fuerza del personaje me limita las posibilidades de hacer literatura. También la lectura de algunos libros sudamericanos inenarrables que se ocupan de él con psicología de andar por casa. Mi obligación es hacer de Barrett un escritor vivo y no invento nada. Mi análisis es más de reflexiones ideológicas y literarias.

-Se habrá hecho una idea del personaje...

-Sí, pero llevaría tiempo... ese final, de vuelta a Europa... entra por Barcelona y lo primero que hace es comprarse dos trajes. En Buenos Aires iba desastrado y ni se le ocurre. O su idea final de que puede ser estandarte de Paraguay y Uruguay en el mundo francés y español, pero con esa tentación, que le dignifica, de «ya he pasado bastante, debería instalarme en una sociedad donde la gente no vaya armada». No quiero que suene a elogio de personaje de clase alta. Barrett hace en Paraguay lo que no hizo ningún paraguayo. Roa Bastos, autor de «Yo, el supremo», dice que Barrett los enseñó a escribir a todos.

-¿Habría podido ser amigo suyo?

-Me hubiera gustado haberle conocido y, dada la cantidad de gente que me hubiera gustado no conocer, eso me parece importante. Sus rasgos definitivos son valor y coherencia y con ellos es difícil fabricar amigos. En Paraguay es recibido como Moisés, le dan cargos, pero él hace una denuncia terrible de los que le han acogido. ¿Hasta qué punto admitimos amigos exigentes? Barrett parece difícil pero entrañable.