Emilio Aragón se lo ha tomado con calma antes de ponerse tras las cámaras como director de cine. Era una de las casillas que le faltaban llenar a alguien tan polifacético, que empezó como payaso de la tele para subir peldaños y convertirse en «showman» todoterreno, actor de ficciones familiares, músico y ejecutivo de altos vuelos.

No se puede negar que su debut en el más complicado de sus cometidos desde el punto de vista artístico ha sido extraordinariamente meditado y cuidado al máximo. Su primera y comprensible decisión fue dejar a un lado cualquier tentación de recrearse en aquellos territorios que le fueron propicios (el humor bonachón sobre todo) y buscar una historia que le tocara muy de cerca y le sirviera para acercar lo más posible su sensibilidad a lo que quería contar. Y nada mejor que una crónica de artistas de vodevil que vagan por esos mundos de adioses y penurias en un país azotado por la miseria y la tiranía, dándolo todo en cada función para deleite de los espectadores, un paréntesis de diversión en un mundo infeliz. Con la colaboración de un guionista que a Juan José Campanella le funciona muy bien, sin apreturas presupuestarias y con un reparto en teoría impecable, Aragón ha puesto toda su carne en el asador siguiendo las huellas gigantescas de Fernán-Gómez y El viaje a ninguna parte o de Saura y su Ay, Carmela. Las comparaciones, claro está, son odiosas, así que mejor darle a Pájaros de papel sus méritos como obra muy trabajada, dignamente realizada, interpretada con oficio (aunque Imanol Arias no le coja el tranquillo al personaje hasta bien avanzada la trama), y a la que no se puede negar ni entusiasmo, ni profesionalidad, ni buenos momentos tanto de humor como de drama, lo que hace albergar esperanzas sobre su director si se decide a continuar con esta faceta creativa. En contra, sus titubeos tras la cámara le llevan a abusar de la música, el ritmo se resiente de su falta de aplomo y el estilo peca a veces de un envaramiento excesivo. Como consecuencia de ese desequilibrio, estos Pájaros de papel vuelan en sus mejores instantes con gracia y firmeza, pero en los peores no remontan el vuelo y lo que se proyecta en la pantalla resulta frío y distante, sin conseguir la emoción que se pretende con ansia. En definitiva, una apuesta honesta y personal por un tipo de cine que, en los tiempos que corren, lo tiene muy, muy difícil para salir a flote en las taquillas.