La literatura inglesa del siglo XX presenta, como ninguna otra de la misma época y ámbito cultural, algunos escritores antagónicos que en realidad son complementarios. Nos referimos, principalmente, a Rudyard Kipling, G. K. Chesterton, H. G. Wells y D. H. Lawrence, escritores muy distintos entre sí pero muy señalados por un «toque de época», por así decirlo. Cada uno de ellos ofrece un rasgo distintivo que lo caracteriza, simplificando mucho: Kipling, el Imperio; Chesterton, el cristianismo; Wells, el socialismo, y Lawrence, el sexo; y es curioso, estimulante y, a la vez, inquietante señalar que los dos individuos conservadores de este cuarteto, Kipling y Chesterton, manifiestan un optimismo incluso luminoso frente al desolado pesimismo de los dos progresistas, Wells y Lawrence, acaso debido a la contradicción que aqueja al progresismo socializante de las sociedades avanzadas, sutilmente diagnosticada por George Orwell: «Todos los partidos de izquierda en los países altamente industrializados son en el fondo una falacia, ya que se dedican a luchar contra algo que en realidad no desean destruir». Por este motivo, acaso, en Inglaterra y no en otra parte se escribieron utopías atroces, como «La máquina del tiempo», de Wells; «Un mundo feliz», de Aldous Huxley, o «1984», de Orwell, que advierten adónde y a qué pueden conducir el progreso y la ciencia exacerbados, los dos grandes fervores mitológicos del siglo XIX. Wells acaba descubriendo que la utopía también alcanza un punto en que el progreso rebota hacia la más trágica decadencia, y Lawrence demuestra, seguramente de manera involuntaria, que el sexo no tiene otra salida que el sexo: esto es, no hay salida. Muy por el contrario, Chesterton y Kipling, al mirar hacia el pasado en lugar de hacerlo hacia el futuro, transitan por territorios apacibles y confortables: La Edad Media de fray Angélico o de Santo Tomás de Aquino o la India de Kimball O'Hara consuelan del futuro de Wells en el que se han perdido ya los horizontes, o del sexo maniaco de Lawrence, que es el único horizonte.

Durante algún tiempo, los erotómanos en frenesí hicieron causa común con el socialismo. El motivo es fácilmente comprensible: unos y otros se proponían dinamitar el viejo orden, uno de cuyos fundamentos es la templanza. Hoy por hoy, si el socialismo pretende ser algo, tiene que pactar con el feminismo y con el homosexualismo, dos movimientos emergentes que colocan el sexo en el lugar más visible de sus banderas aunque. una vez tomado el poder, el socialismo reprima tales movimientos, de entraña inevitablemente intimista, como hizo Stalin en la URSS, Ceaucescu con las grandes libertades abortistas y Castro en Cuba con el «socialismo con pachanga». El propio Wells era un obseso sexual, preocupado tanto por las relaciones de pareja como por las relaciones del hombre dentro de la sociedad. Por una parte buscaba a la supermujer: una compañera hermosa, físicamente perfecta y sentimentalmente apasionada, que a la vez tuviera un intelecto de orden superior, en tanto que proponía un socialismo que ordenara todos los aspectos de la sociedad para impedir desgastes inútiles y conseguir la realización (¿física?) del hombre corriente. Porque la realización interior y moral del individuo, por fortuna, está fuera del alcance de la sociedad, sea del tipo que sea, capitalista o socialista. Chesterton, con muy buen sentido y mucho sentido del humor (de la que Wells, y más clamorosamente Lawrence, carecían), hizo bromas portentosas sobre el superhombre (y, en consecuencia, sobre la supermujer), pensando más en Shaw que en Wells. No ignoraba el gran Chesterton que todos los intentos de enmendar la naturaleza y buscar la perfección física tienen una única salida, que entre nosotros se ha denominado fascismo.

D. H. Lawrence era un pelmazo sermoneador del sexo, y a punto estuvo Wells de despeñarse por esos vericuetos mezclándolos con política (que a Lawrence le fue siempre indiferente) en novelas tan poco recomendables como «Ann Verónica», alegato feminista a través de una «superwoman». Pero si a Chesterton la razón le evitó caer en el delirio, a Wells la fantasía le impidió incurrir en el fundamentalismo, al menos en numerosas ocasiones. Con el empuje y el entusiasmo, y también la desfachatez del autodidacta (aunque en realidad no lo era: había estudiado biología y astronomía en Londres), imaginó un mundo metálico y científico, aunque en sus tiempos ya no había motivos para tener fe de carretero en la Ciencia: por eso sus novelas profundizan en la ficción científica mucho más que las de Julio Verne y son más adultas. De sus muchas ficciones científicas («La isla del doctor Moreau», «En los días del cometa», «El hombre invisible»), podrían hacerse una trilogía con «La guerra de los mundos», «La máquina del tiempo» (que se anuncia de manera descarnada en el capítulo VII del libro segundo de «La guerra de los Mundos») y «Los primeros hombres de la Luna». La más explícita de estas novelas es «La máquina del tiempo», en la que se explica el alto precio que ha de pagarse por una sociedad perfecta: «Ésta fue siempre la suerte de la energía en seguridad; se consagra al arte y al erotismo, y vienen luego la languidez y la decadencia». Si nadie trabaja, alguien tendrá que hacerlo; si no se produce comida, algo habrá que comer. Más o menos, ésta es la moral de Wells sobre el «futuro feliz».