Al escritor asturiano Miguel A. Delgado siempre le han fascinado los personajes científicamente potentes, ya sea para convertirlos en material narrativo o para inspirar exposiciones tan formidables como las que ha dedicado a Tesla, Frankenstein o Verne. Saca partido a un hecho incuestionable: "La historia de la ciencia es una fuente inagotable de historias dignas de ser contadas". Después de Tesla y la conspiración de la luz su segunda incursión en la ficción con Las calculadoras de estrellas le llevó a otro grupo de científicas "prácticamente desconocidas, pero sin cuyas aportaciones muchos de los conceptos que hoy son moneda corriente no existirían".

Por casualidad, que es como suelen empezar estos viajes, se encontró con la figura de Henrietta Swan Leavitt, "una desconocida astrónoma que, entre finales del siglo XIX y principios del XX, había formado parte de un grupo de mujeres contratadas por la Universidad de Harvard para procesar los datos procedentes de la ingente cantidad de placas fotográficas que buscaban hacer el primer gran catálogo del cielo fijando no sólo la posición, sino también tamaño, composición, etcétera, de las estrellas. Para ese ingente trabajo, en una época en la que no existían los ordenadores, se contrató a un grupo de mujeres, en un momento en el que éstas tenían prohibido cursar estudios superiores ¿Cuál fue entonces la razón? Pues que se entendía que eran estupendas para hacer trabajos rutinarios que no requirieran pensar y, sobre todo, que eran mucho más baratas en comparación con los hombres. Ese grupo pasó a ser conocido como 'las calculadoras de Harvard' o, maliciosamente, como 'el harén de Pickering', en referencia al astrónomo jefe que las contrató".

Sin embargo, "aquellas mujeres fueron mucho más allá. Leavitt encontró el primer método para medir las distancias de los cuerpos celestes con respecto a la Tierra, lo que permitió demostrar que el universo era muchísimo más grande de lo que se pensaba. Otra de ellas, Williamina Fleming, quien era además la criada de Pickering, catalogó diez mil cuerpos celestes (entre ellos, descubrió la famosa nebulosa Cabeza de Caballo) o un tipo de enana blanca. Cecilia Payne aportó un descubrimiento esencial, que las estrellas estaban compuestas principalmente de hidrógeno. Y Anna Jump Cannon, junto a otras, estableció el primer sistema de catalogación estelar, base del que hoy en día se utiliza. Hoy, cráteres en la Luna y múltiples reconocimientos les van devolviendo lo que se merecen pero, en su época, fueron o ninguneadas, o sus trabajos firmados por sus superiores hombres".

Junto a ellas encontró con una antecesora, "Maria Mitchell, la primera astrónoma de América, descubridora de un cometa y con una vida absolutamente fascinante, que arranca del Nantucket de la época de Moby Dick y atraviesa Europa, donde conoce a muchas de las mayores mentes del momento, y pasa por Vassar College, la primera universidad de élite exclusiva para mujeres, en Poughkeepsie (Nueva York), donde formará a algunas de las futuras calculadoras".

Con ese retablo humano se lanzó a escribir la historia de "cómo una mujer, en este caso de ficción, Gabriella Howard, acaba convirtiéndose en una de esas calculadoras. Una historia que atraviesa setenta años de un país y una época fascinantes, llena de transformaciones y contradicciones. Una época de descubrimientos, muchos de ellos realizados por unas anónimas mujeres que ahora comienzan a ocupar el lugar que se merecen".