En la gélida noche ovetense, cuatro hombres llevaban a hombros a un quinto, desnudo y con el cuerpo cubierto de un fino barro blanco, a través de la calle Oscura. El destino de tan inesperada comitiva era el bar El Olivar, donde una pequeña multitud de bocas, ojos y orejas esperaban la llegada de ese níveo despojado que responde al nombre de Cuco Suárez.

Esta singular escena marcaba el inicio de "No llores por mí", una acción performativa con la que Suárez invitaba al público a reflexionar sobre la descomposición de la materia tras la muerte, desde la óptica de la escatología teológica, una cuestión central en la obra del artista lavianés.

Una vez en el interior del bar, Suárez fue depositado en una silla, bajo un cuadro de su propia autoría, y cubierto con un velo blanco, que simbolizaba la muerte. Tras unos eternos instantes, Suárez se despojó también de ese velo, y se quedó allí, inmóvil, como un mito prehistórico, como un coronel Kurtz redivivo, contemplando a los espectadores con una mirada alucinada. Postmortem.

La expectación era máxima, y las miradas voraces. La performance culminó con los espectadores sacándose fotos con el cuerpo insepulto de Suárez para incluirlas en un álbum personalizado.