Alba Escayo Menéndez (Avilés, 1981) heredó la pasión por el mar de su abuelo Agustín Menéndez Prendes, más conocido como Agustín Santarúa e impulsor de iniciativas marineras como la Alborada de Candás, el Museo de las Anclas de Salinas y la Cofradía de la Buena Mesa de la Mar. Aquellos sugerentes paseos infantiles por la playa de Salinas con su abuelo le inculcaron una inquietud por todo lo que huele a salitre que con el paso del tiempo, ya convertida en artista, pasó a condicionar su obra. La última monografía salida de su estudio se titula "Pacífico" y durante las últimas semanas iluminó las paredes de la galería Antonio de Suñer, en Madrid. Ya descolgados los cuadros, Alba Escayo confiesa que le haría ilusión que este trabajo pudiera ser visto en Asturias, su tierra.

"Pacífico" es el resultado de unos años viajando por el continente asiático y del conocimiento de nuevas gentes y otros artistas que, como la singapureña Yeo Shih Yun, le han influido. La colección "Pacífico" es un libro de viajes en formato pictórico y, como no hay mejor compañero de viaje que los libros, también contiene guiños a la literatura, más en concreto a la obra de Pablo Neruda y las cartas que el poeta envió mientras disfrutaba de la contemplación del océano más vasto del planeta. "Leía a Neruda mientras estaba por Asia y me resultó inspiradora su forma de referirse al Pacífico: grande, desordenado, azul... Son palabras que elegí para incluir en los cuadros", explica la pintora.

De la treintena de piezas que componen la colección destaca, así sea solo por su tamaño, la titulada "Gran Pacífico", un lienzo de 7,5 de ancho por 3 metros de alto que Escayo pintó sobre la tela de una vela antigua de barco. Dimensiones aparte, el gran reto al que se enfrentó Alba Escayo para dar forma a los lienzos que componen su visión del Pacífico fue la luz, resuelta con una paleta de tonos pastel en los que el color azul prima por encima de todos en decenas de tonalidades.

La pintora se confiesa muy sensible al impacto de los colores allá donde viaje y comenta la extraña mutación que sufrió su obra cuando estuvo en Serbia:"Toda la pintura se me volvió blanca y negra". En "Pacífico" ha recuperado la frescura de los azules, sin llegar a la fuerza e intensidad -casi frialdad- con la que en tiempos pintó el Cantábrico. "El mar de mi niñez ocupa un espacio destacado en mi corazón, pero salvo las diferentes luces todos los mares son, en el fondo, el mismo mar", reflexiona. Una filosofía no muy diferente a la de su abuelo Agustín Santarúa, precursor de la ceremonia de unión de las aguas que se llevaba a cabo en el Museo de las Anclas de Salinas a modo de hermanamiento de los pueblos bañados por los océanos, que juntos forman el mar.