Quien vio Asesino implacable no la olvida: un thriller negrísimo de principios de los años 70 en la que un director en estado de gracia ( Mike Hodges: no volvería a hacer nada parecido ni remotamente) sacaba todo el partido posible a un emergente Michael Caine que lo bordaba como hombre letal siempre vestido con traje y corbata y poco dado a sonreír. De gatillo feroz. Jack Carter se llama. Pues bien, esa obra de culto bien merecido se inspiraba en la novela Carter, de Ted Lewis, una oportunidad única para prestar atención a un magnífico escritor condenado al ostracismo al que sus colegas de género tenían en un pedestal. Con toda justicia.

Se fue de este mundo, sin saber que tiempo después sería considerado un pilar de la novela negra inglesa con todas las de la ley. Murió a los 42 años, ahogado en alcoholismo y con un legado literario de títulos eclipsados por esta historia implacable sobre un sicario de una organización criminal que abandona el Londres, donde perpetra su trabajo mafioso, para regresar tras ocho años de ausencia a la ciudad industrial del norte de Inglaterra e investigar la muerte de su hermano. Accidental, dicen. Se despeñó por un precipicio. Borracho. ¿Borracho Frank? Carter ha visto demasiadas cosas inmundas para no sospechar que hay gato encerrado. Que alguien se ha cargado al pobre Frank. Y todo apunta a la organización criminal que mueve los hilos en el lugar. Carter no se anda con chiquitas a la hora de extraer información. En cierto modo, al tiempo que busca ajustar las cuentas con los asesinos de su hermano, también ajusta las suyas con el pasado, incluidos sus roces con la víctima por causas muy, muy íntimas. Con mujer de por medio, vaya. Lewis, visto el éxito de su novelón, publicaría luego precuelas en las que quedaba claro que Carter era Caine por siempre jamás, aunque el cine se olvidó el personaje hasta hace algunos años para una versión insípida con Stallone. Quienes las leyeron hablan de un nivel inferior a Carter y de la existencia de un humor negro que en la adusta incursión inicial al personaje no aparecía por ningún lado. Quizá fue un autor de una sola obra y nunca habría repetido un logro semejante. Da igual: lo cierto es que estamos ante una joya que brilla en sus tajantes descripciones de lugares (un "infierno industrial", en acertada definición de Dennis Lehane) y personajes, de acciones y emociones rapadas al cero.

Los estudiosos de Lewis escarban en sus influencias y encuentran al Lee Marvin que en 1967 protagonizó a las órdenes de John Boorman el peliculón "A quemarropa". Un depredador tan inteligente como brutal, capaz de cualquier cosa para lograr sus objetivos y con un código moral tan flexible que resulta imposible romperlo: hace lo que le viene en gana para ganar. Claro está, el entorno es decisivo para que se desarrolle una criatura así, y Lewis lo radiografía con una precisión asombrosa. La película no alcanza la dureza de la novela pero respeta su tono gélido, arisco e inhóspito. E incluso va más allá en su desenlace al matar al protagonista con un disparo de francotirador en la playa justo después de insinuar una posible? ¿redención? El libro lo deja más abierto, entre otras razones porque está escrito en primera persona y Lewis, con licencia para casi todo con su prosa, no se animó a contar su historia desde el punto de vista de un muerto. Arranca con tres palabras que son una declaración de principios: "La lluvia llovía". Ahí queda eso. Y lo que sigue cala hasta los huesos.