Y Scorsese entró en la Fábrica ovetense que lleva su apellido en La Vega armado con su sonrisa infatigable y acompañado por la Reina Letizia. A él se le notaba encantado de ser protagonista del homenaje de un público devoto. Ella no ocultaba su satisfacción por caminar junto a un grande del Séptimo Arte. Cuando la sala del Taller se puso en pie para aplaudir al cineasta, la Reina se sumó a la ovación antes de sentarse en primera fila junto la esposa de Scorsese, Helen Morris; el alcalde de Oviedo, Wenceslao López; y el consejero de Educación y Cultura, Genaro Alonso. Frente a ellos, el skyline neoyorquino y un moderador de lujo: el realizador Rodrigo Cortés, que coronó a la Reina como gran cinéfila.

Las recuperadas butacas de los cines Clarín, ocupadas por estudiantes de cine, profesionales y críticos, fueron el complemento perfecto para un encuentro en el que la admiración de Cortés por el entrevistado (la vocación le llegó después de ver "El color del dinero") arropó una conversación fluida y llena de interés: bien por las preguntas acertadas, muy bien por las respuestas de un hombre que ama hacer cine, pero también protegerlo, compartirlo, diseccionarlo. Sin pelos en la lengua, Scorsese no tuvo problemas en mostrar sus dudas hacia aquella película que tanto impactó a Cortés: era un proyecto pensado y prensado para Paul Newman, "y fue la primera vez que trabajé con una estrella a la que había visto en una sala de cine con 12 años. Así que necesitamos pasar una transición para sentirme a gusto. Pero Newman no era una estrella al uso, tipo Clark Gable. Era un actor formado en el teatro de Nueva York, en el Actor's Studio. Veníamos de un mundo callejero parecido. Nos entendíamos. Un actor de verdad. La clave estaba en seguir su energía. Captarla, impulsarla".

Con tres años, el niño Martin padecía asma. "No podía hacer deporte ni reírme porque me provocaba broncoespasmos (¿quizá por eso ahora ríe tanto y de forma tan contagiosa?). Correr detrás de un balón no me decía nada". Por eso, tanto "El color del dinero" como "Toro salvaje" no son películas de deportes para él. No era eso lo que le interesaba. La primera abordaba las carambolas de la decepción. Es decir, lo que rodeaba a los jugadores. "La decepción del buscavidas que vive del engaño que se convierte en mentor de una joven promesa".

De decepciones sabe mucho Scorsese. Los parones y descarrilamientos que sufrió su proyecto sobre "La última tentación de Cristo" da claves sobre algunas de las decisiones que marcan su carrera. Por ejemplo, el "completo desastre" que fue "El rey de la comedia" (la peor película del año, proclamó un canal de televisión amargándole las Navidades) es una espina en su memoria que no disimula. Al menos, conoció de cerca a Jerry Lewis, que le dio una lección de profesionalidad: después de tres días fracasando con una escena que no salía ni a tiros, el cómico enfrentado a un papel dramático le llamó a su caravana llena de humo y le dijo: "Martin, soy un profesional consumado y me pagas por mi tiempo, si quieres que esté a las seis, ahí estaré, pero es la tercera noche con esta escena y si a las once crees que no vas a conseguir lo que pretendes, dímelo y así no tengo que esperar para nada".

Para olvidarse del estilo visual de cámara tranquila con el plano invadido por actores de aquel fiasco ("algo tenso, algo loco"), Scorsese se embarcó en "After hours" decidido a hacer diabluras. ¿No le reprochaban contener a De Niro y abandonar su propio estilo? Pues "vamos a mover la cámara y zambullirnos en la expansión visual. A tope". Un rodaje vertiginoso, cronometrado al milímetro para no perder tiempo. Reinventándose.

No sabía nada de boxeo (recordemos: los deportes no le dicen nada) cuando rodó "Toro salvaje". El niño Martin veía combates en una minúscula pantalla de televisión, y no entendía nada, él quería ver películas pero su familia prefería contemplar a dos figuritas diminutas dándose golpes en el ring (como el que hay en un set de la Fábrica, y que visitó regocijado junto a la Reina), incluso apostaban. A él lo que le gustaba era el boxeo de Buster Keaton o Chaplin, "cogiendo el taburete y dándole en la cabeza al rival, pum, pum". Pero "Toro salvaje" no era una película sobre boxeo ("solo hay nueve minutos de combates"). Era una película sobre sí mismo, sobre partes que se rompían y de las que necesitaba desprenderse tras una etapa vital de ruina y desesperación. Escapar para encontrarse. Y si el protagonista se miraba al final en el espejo y se reconocía en esa imagen, Scorsese se miró en la pantalla y sí, ahí estaba él. Con el director Brian de Palma y el guionista Walter Bernstein fue a ver combates reales y le quedaron marcadas dos imágenes: cuando escurren la esponja ensangrentada y las cuerdas del ring que chorrean sangre. Violencia a restañar con la cámara.

La charla es intensa, Scorsese habla veloz y tan pronto se muestra confidente como despliega su poderío teórico guarecido bajo una memoria de recuerdos con gente como Fellini ("gritaba, tiraba cosas, golpeaba la cámara, y así se inspiraba"). Scorsese se reconoce como un artista que busca la información que necesita en cada plano sin rendir pleitesía a la trama. "En 'Infiltrados'" hice todo lo que pude para destruir la narrativa metiendo personajes para exprimirlos" porque se sentía demasiado encorsetado por la película original ("Infernal Affairs").

Resonaron nombres eternos y algunos se detuvo especialmente, como Sam Fuller, capaz de cualquier cosa por conseguir el plano que necesitaba, y habló largo y tendido de la música en su cine (nada que ver con la tradición de Hollywood, sin partituras impuestas), de la experiencia del montaje como forma de ir al corazón de lo que quiere contar, de la creación de títulos de crédito como "cachetes" para que el espectador esté atento, de la necesidad de que haya silencio en los rodajes a su alrededor... Pero quedémonos con una imagen iniciática que bien podría llamarse "la invención de Martin" como cineasta en ciernes: aquel niño asmático era feliz cuando llegaba a su casa antes de que volvieran sus padres y se encerraba en su cuarto y sacaba su cuaderno y dibujaba sus propias historias, sus propias películas. En silencio. "Rodando 'The Irishman' había escenas en las que actores de 70 años tienen que aparentar 30, eso exige un trabajo digital grande, y había tres cámaras y muchísimas personas, tantas que yo casi no cabía. Soy bajito y no podía ni ver lo que se estaba haciendo". Qué agobio.

De ahí la demanda de silencio en el rodaje, porque "soy yo frente la imagen. Si alguien quiere acercarse y desearme los buenos días, no es el momento". Porque lucha consigo mismo, porque es quien da la cara en el ring explosivo del cine". Concluido el rodaje, Scorsese se encierra en la sala de montaje con su estrecha colaboradora Thelma Schoonmaker para discutir, reir, probar, descartar. Ahí vuelve a reinventarse, a ser el niño encerrado en su cuarto para dibujar películas, Solo y feliz.

¿Le espera un final feliz al Séptimo Arte en tiempos de Netflix? "Está cambiando, puede desaparecer la concepción de los últimos 100 años porque quizás solo tenía ese ciclo de vida. Pero la experiencia del público no va a desaparecer".