Estamos en la Barcelona de 1947. Miquel Mascarell, el último policía de la Barcelona republicana, abandona la cárcel tras librarse de la pena de muerte y de haber sufrido las penas del Valle de los Caídos. A su regreso recibe un misterioso sobre con una fotografía, dinero y una dirección que su instinto de policía no puede rechazar. Así arranca "Siete días de julio", la novela de Jordi Sierra i Fabra que este fin de semana llega a los lectores de LA NUEVA ESPAÑA por 5,95 euros más el periódico del día.

- ¿Tiene alguna fórmula para que los lectores no quieran soltar su libro?

-Siempre he escrito desde la honestidad, la claridad, con un estilo directo, rápido, basado en los diálogos y sin rollos superfluos. Cuento una historia y punto. Dicen que los libros de la serie Mascarell son adictivos, y algo de verdad habrá en eso. En estos años cientos de personas que han leído cualquiera de ellos, se han enganchado y luego han comenzado desde el primero para ir en orden, aunque cada novela sea un caso policiaco. Pero leídos seguidos ves la evolución de los personajes. Es maravilloso que los hayan hecho suyos. La gente me para por la calle y me pregunta cosas de Patro, como si fuera real, y me dicen que no quieren que les pase nada malo. Me suplican que no mate a Mascarell. Bueno, lo que le sucedió a Conan Doyle con Sherlock Holmes. Él lo mató y tuvo que resucitarlo.

- ¿El estraperlo era el refugio de los pobres y las grandes riquezas se las repartían los vencedores?

-Muchos nuevos ricos y muchas de las fortunas de hoy, se gestaron con el estraperlo de entonces (una antesala de la corrupción de hoy, en la que siempre se ha movido la derecha más rancia, como si España fuese su finca particular, algo, por otra parte, propio de regímenes dictatoriales). Si un litro de aceite costaba 2 pesetas (y escaseaba) en reventa se pagaban hasta 30 pesetas... que sólo podían pagar los pudientes, claro. Por eso en el primer nuevo caso de Mascarell, aunque ya no es inspector y ha de ir con cuidado, lo enfrento con el estraperlo, porque fue la primera seña de identidad social en la posguerra.

- ¿Hay esperanza en su novela?

-En mis libros siempre hay esperanza, pero es difícil encajarla en la serie Mascarell. Lo que hay es mucha resignación. Hoy sabemos que Franco murió en el 75, pero en 1947... Como mucho había sueños. Esperanzas, pocas. La escena en la que Miquel es abofeteado en la comisaría de policía por el nuevo comisario es de las más duras que he escrito. Simple, pero dura. Mi héroe, mi personaje, un hombre de 63 años en ese momento, golpeado con el desprecio de los vencedores. El arranque de la novela, con ese tren entrando despacio en la estación... también es muy simbólico. Creo que la esperanza se resume en el reencuentro de Miquel y Patro y la necesidad de compartir algo por encima del miedo y la frustración.

- ¿Sus novelas son de grises (al margen de los uniformes) más que de blancos y negros?

-Mis novelas parten de mis cinco principios básicos, es decir, las cinco palabras que marcan mi código ético: paz, amor, respeto, honradez y esperanza. Si he llegado a ser un referente en las escuelas de España y Latinoamérica, lectura casi obligada para los pobres alumnos, es porque soy un autor realista, que escribe sin tapujos, sin falsas moralinas, sin dogmatismos. Hago novelas, y si hablas del mundo de hoy, el real, es muy duro. El mundo, en efecto, no es blanco ni negro: es gris en toda su gama. Yo sólo soy un novelista, pero algo tendré para llevar 50 años gustando a todo tipo de gente, jóvenes y adultos, y escribiendo de todos géneros.

- ¿Qué le costó más trabajo en esta novela?

-Como siempre, la documentación. Hay muchos recuerdos personales de mi amigo y mentor, Francisco González Ledesma. Hasta su muerte, fue mi "garganta profunda" en las novelas de Mascarell. Son tan reales por él y su prodigiosa memoria. Era un placer sentarnos a charlar y tomar notas de cuanto me decía. Luego el mayor trabajo fue enfrentar a Miquel con su nueva realidad. En "Cuatro días de enero" aún es inspector. En "Siete días de julio" ya no. Llega a una Barcelona desconocida, está solo, no tiene a nadie, va a su casa y está habitada por extraños. Meterme en la piel de alguien así fue lo más duro. Luego, en los siguientes libros, ya estaba habituado, pero en "Siete días de julio" fue tremendo. Un trabajo de interiorización muy fuerte. Pero bueno, para eso es uno escritor. Un actor hace un papel y le dan un "Goya", o un "Oscar". El escritor ha de sentir todos los personajes a la vez. Es un director de orquesta buscando que todos suenen afinados.

- ¿Hay algo del autor en Mascarell?

-Decían que Carvalho tenía algo de Vázquez Montalbán, y que Méndez tenía algo de González Ledesma. Ahora también se dice que Mascarell es un referente y el heredero de ellos, así que imagino que sí, aunque sea sin pretenderlo: algo habrá mío. Quizá mi ética, mi sentido de la justicia, mi forma de entender la vida, la necesidad de compartir, dar, no ser egoísta... Si Miquel Mascarell viviera hoy, seguro que también tendría una Fundación para ayudar a los demás, como yo.