Antes de que el coronavirus llegara para poner patas arriba Madrid, Lourdes cerraba su caja a las 21.15 horas. Ordenaba a los clientes rezagados que pasaran por la contigua y descolgaba el telefonillo: "Estimados clientes. Les recordamos que en quince minutos Mercadona cierra sus puertas".

Hoy son las 21.25 horas y las tres cajas están a reventar. Colas de diez metros. Hay un bullicio insoportable, carros cruzados en los pasillos y gritos por la última bandeja de pollo. Lourdes pasa los productos a toda velocidad. No tiene tiempo ni para ajustarse el moño que se le deshace de su melena rubia teñida. Su cara desencajada es un poema.

-Fue salir el Ministro en televisión y empezar a entrar riadas de gente. Parece la guerra.

El Ministro es Salvador Illa, de Sanidad, y acababa de confirmar que Madrid suspendía todas sus clases: de Primaria a la Universidad. Era lunes, 9 de marzo, el día en que la capital española descubrió que el bicho estaba entre nosotros y que (no) se podía tocar.

Un día antes del lunes, aquí no pasaba nada. Una manifestación por allí, un Vistalegre por allá. Todos bien juntitos y tranquilidad, no vayamos a alarmar. Cuatro días después del lunes, estado de alarma. Oficial.

Entre la no alarma y la alarma, la capital va perdiendo pulso con una vida que se precinta a golpe de anuncio virtual. Es la globalización estallándonos en la cara: el virus que era poca cosa en China en Navidad lo tenemos de repente delante de nuestras narices. Mil quinientos infectados. Dos mil. Tres mil. Cuatro mil.

Por eso la señora que se lleva en el carrito veinte paquetes de doce rollos de papel higiénico. 240 rollos. ¿Será para un asilo o para una residencia de estudiantes? Lourdes contesta: "Era para una familia de cinco". Por eso el ciudadano chino que ofrece 50 euros si le dejan sacar los dos carros del supermercado porque no tiene otra forma de transportar tanta comida a su casa: "Vivo aquí al lado, de verdad. Te daría 100, pero no tengo más".

Por eso la madre que tiene claro el plan: "Yo me cojo a los niños y mañana mismo me voy a Alameda (del Obispo, Córdoba, 76 habitantes y bajando) y no salgo de allí". Cuando lo necesitamos, el pueblo siempre está. Cuando nos necesita, le dejamos solo.

La semana en que Madrid cerró a cal y canto dejó dentro el pánico y la histeria, y al principio también un poco la irresponsabilidad. Colegiales fuera del aula y dentro del bar, sin apuntes pero con cerveza. Y 20 primaverales grados que pedían manga corta y daban un peligroso aire de vacaciones a una situación de emergencia total. Sarai, 21 años, no se explicaba cómo habían osado dejarla sin Fallas cuando ya había adelantado el billete. Y un paseo por el Retiro era un saco de imágenes inquietantemente tiernas de abuelos y niños, mezcla explosiva.

Madrid bajó el ritmo para recibir al 11M, sepultado por el inevitable monotema. Como entonces, la ciudad latía menos. Se hundió la Bolsa, se cerraron los museos y los teatros, se limitaron los vuelos, se infectaron quienes vemos por la tele, se contagió el Real Madrid, se paralizó el fútbol, se clausuraron los restaurantes y se tomaron no sé cuántas medidas más en todo el país. Todo había ocurrido antes en Italia, tan lejana a veces. Pero llegó a España, sacudió conciencias y Madrid, ahora sí, se convirtió en una cuarentena palpable.

El metro a medio gas, casi a la mitad, con asientos vacíos en hora punta. Viajeros que no se sujetan a la barandilla por si el coronavirus espera ahí. Pocos coches en las calles. Motos de alquiler sin alquilar.

El gimnasio insólitamente vacío a las 19.30 horas de un miércoles. "A spinning suelen ir 35 personas de media, hoy hay seis", contaba, horas antes de que se declarara el estado de alerta, Raúl Gutiérrez, monitor a tiempo completo y árbitro de fútbol sala a tiempo parcial.

La calle Preciados, de las más transitadas del país, casi vacía un jueves con 20 grados y con todas las tiendas abiertas. La calle Arenal, la de la mítica discoteca Joy Eslava, sin tránsito más allá de algunos turistas haciéndose selfies y otros caminando a no sé sabe dónde como el televisivo Rubén, habitual de la farándula televisiva y protagonista de la reciente "Isla de las tentaciones".

Los mensajes virales llamando a la responsabilidad: #QuédateEnCasa. Las miradas de desconfianza. Los saludos con los codos. Tiendas solo con empleados. Los que se cambian de acera para evitar el cruce. Los graciosos que fingen tos. La chica de la limpieza que sube al autobús a desinfectar: mientras todos huyen del virus, ella va a su encuentro para matarlo. Lleva mascarilla y prefiere no hablar. Y el silencio. Y la incertidumbre. Y el miedo. Nadie sabe qué pasará.

Y los centros de salud saturados, magullados ayer por los recortes de la otra crisis, convertidos hoy en imprescindibles.

Y los trabajadores que no pueden dejar de trabajar, porque no pueden dejar de vivir. Autónomos como David Lázaro, dos años de taxista, número de licencia capicúa. Se sube al coche a las 09.00 horas. Se baja a las 20.00. Once horas trabajando. Un día normal hace de media 200 euros. Un día de coronavirus, como el pasado jueves, 70. Un día normal tarda una hora y media en esperar su turno para cargar pasajeros en el aeropuerto, porque hay suficientes. Un día de coronavirus, seis horas. Nadie viene a Madrid.

-¿Y desinfectas el coche?

-Cada dos o tres viajes. Aquí tengo el desinfectante y los trapos.

Líquidos desinfectantes y mascarillas, odisea hasta tirando de Amazon. Agotados en los supermercados, agotados incluso en los chinos, agotados en las farmacias. La que tiene en cerca de Sol Daniel, bata blanca y guantes de látex azules en sus manos, ha recibido hoy, a las 17.00 horas, un paquete con 180 botes pequeños de 60 mililitros. Son las 20.30 y le quedan seis. Dos botes, diez euros.

-¿Y las mascarillas?

-Antes costaba 13 euros un paquete de tres. Hoy, solo una cuesta 12,95. Alguien siempre tiene que ganar.

Pero esta vez toca que ganemos todos a una crisis de futuro incierto y muchos apellidos: sanitaria, económica, social. Madrid es pandemia, pero sabe ganar. No hay un solo partido. Cada persona juega el suyo. En nuestras manos está. En nuestras manos desinfectadas.