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Crónicas víricas

La vida en positivo, por Chus Neira

Un empresario asturiano al que le detectaron hace una semana el contagio del COVID-19 cuenta su día a día con el virus: "Te despiertas por la mañana como si te hubieran dado una paliza, pero ya estoy mejor, sin fiebre"

Un sanitario, colocando a otro el traje de protección, anoche en el HUCA. F. RODRÍGUEZ

Chus NEIRA

Javier Tamargo llevaba tres semanas con un ligero dolor de cabeza y una tos pertinaz que achacaba más a la vida del pequeño empresario con intereses en Madrid, Alicante y Murcia y el poco tiempo para atenderlos que a ninguna otra cosa, cuando su socio le llamó desde un box de Urgencias del Puerta de Hierro.

El día de la dichosa manifestación Javier estaba en Madrid. También estuvo allí el lunes y el martes. Solo hacía un día que había llegado a Asturias cuando su compañero al frente de la empresa, un tipo con una mala salud de hierro que ya ha superado varias crisis médicas, acertó a decirle al otro lado del teléfono, con un hilo de voz, que tenía el coronavirus, que el pronóstico era grave, que se sentía como si le fuera a estallar el pecho, que le habían hablado de neumonía, de dejarlo ingresado y de empezar con retrovirales.

Javier colgó y anunció a su mujer, embarazada de tres meses, que había muchas posibilidades de que estuviera contagiado, que de momento se iba a aislar mientras trataba de ponerse en contacto con los servicios sanitarios, que mantuviera alejado también al hijo pequeño.

Era jueves a última hora de la tarde y el 112 ya no daba abasto. Le dijeron que le volverían a llamar, pero tardarían en hacerlo. La mayor preocupación de Javier en ese momento era saber cómo podría afectar el bicho al embarazo de su mujer. Le preocupaba su hijo de 5 años. Y le preocupaba el contacto que había tenido esos días con las más de cincuenta personas que tienen trabajando por las distintas sedes.

El viernes por la tarde habían pasado ya 24 horas y la ambulancia aparcó delante de su casa, en la zona rural del centro de Asturias. Un conductor y una enfermera. La enfermera se puso el traje de protección y Javier salió a la puerta. Allí, en el exterior del domicilio, la prueba no dura más de un minuto. Le metieron un palillo largo por la boca y rascaron un poco. Aunque en ese momento ya tenía casi todas las certezas, fue al día siguiente, el sábado por la mañana, cuando le llamaron para decirle que era positivo. También le explicaron el protocolo que tenía que seguir y le aclararon que si su mujer no manifestaba síntomas graves, no había que preocuparse demasiado, que no estaba probado que existiera mayor riesgo para el feto o para ella por estar embarazada. De momento, le mandaron tomar paracetamol y vigilar la fiebre.

Ese mismo sábado, después de colgar con los médicos, Javier avisó a la directora general de la empresa para que comunicara a todo el mundo la situación, para que se quedaran en casa y empezaran las cuarentenas. Llevaba varios días por las sedes, había tenido contacto con todos. Había estado en todos los sitios.

En casa, aunque a su hijo le habían llegado a explicar algo sobre el bicho en el colegio y entendía con bastante naturalidad que papá estuviera malito por culpa del virus, no comprendió igual de bien por qué la tata venía a verlos con todo eso puesto. La tata traía el paracetamol. Y el niño se preguntaba por qué la tata llevaba mascarilla y guantes. Por qué se quedaba en la puerta. Por qué solo podía verla a través del cristal. Por qué no abrazarla.

Con el paracetamol que le trajo su madre, Javier empezó el tratamiento. Los últimos días las cosas habían ido a peor. A la tos, cada vez más frecuente, el dolor de cabeza y la fiebre se unía ahora un gran cansancio físico. Más que agujetas, era despertarse todos los días como si te hubieran dado una paliza. No poder moverse. Como si llevaras encerrado una semana en casa con tu hijo pequeño. Que también. Todas las mañanas llamaron los médicos. Le llamaron a él y también a su mujer. Les preguntaban diariamente cómo seguían. Son muy cariñosos y se toman su tiempo. Es verdad que la mujer de Javier tuvo dos días algo de jaqueca y un poco de fiebre, pero de la misma forma que vino se fue. El hijo, al revés, parece, más que consecuencia, otra causa probable para explicar el cansancio del padre. Porque al final, con la suposición de que los tres están contagiados, el aislamiento es de la familia junta, y la separación entre ellos no es constante. El lunes siguiente al primer domingo de estado de alarma, Javier llevaba ya dos días sin fiebre y los médicos le dijeron que dejara de tomar el paracetamol, a ver cómo evolucionaba. En Madrid, su socio había empezado a responder a los retrovirales y entre los trabajadores en cuarentena aparecieron los primeros síntomas, pero ninguno se puso peor que Javier. Algo de tos, la fiebre, el cansancio. No tan graves como su socio, ningún ingreso hospitalario.

Avanzó la semana y Javier aprovecha la movilidad que les dio quedarse encerrados en la casa del pueblo, y no en el apartamento, en la ciudad. Aquí tienen que ir a regar el pequeño invernadero, recoger los huevos de las pocas gallinas, pueden salir al prao. Eso les alivia bastante. También en esto, piensa, hay diferencias. En Madrid su socio ya se recupera en casa. Mejor solo que con otras personas en la habitación, le han dicho. La carga viral y la evolución de la enfermedad, al parecer, crece si el encierro es con otros infectados. No si eres tú, como Javier, el que infectas a los que están contigo. Aunque, claro, él no es médico. Ni especialista.

El encierro da para ordenar tiempo y preocupaciones. Intenta arreglar las cosas laborales de la empresa con la Consejería y piensa en el día en que todo vuelva a ponerse en marcha, a ver cómo van a poder hacerlo esas pequeñas empresas que viven al día. Cómo van a soportar los sueldos, los alquileres. Piensa, también, en que estaría bien pensar dónde se ha metido la pata, para no volver a hacerlo y para tomárselo en serio de una vez. También él podía haber detectado antes lo que se venía encima y quedarse en Madrid, o haber regresado antes, o no haberse ido de viaje. Qué decir de las autoridades. Esa manía de andar por ahí y pensar que no te va a tocar.

De momento, se lo recuerdan la tos imperturbable y estos sudores fríos que le sacuden de vez en vez; que le ha tocado. Pero están los tres juntos y todo va mejor. Y no hay queja. Calma.

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